Trece años atrás.
Lucy acaba de mudarse a Boston desde México, un cambio drástico que trajo consigo la excitación de lo desconocido y el desafío de adaptarse a un nuevo entorno. Su madre ahora trabajaba como ama de llaves para la familia Carson, en una casa que parecía sacada de un cuento de hadas. Lucy esperó pacientemente por dos largos años para reencontrarse con su madre, quien por necesidad se había marchado a norteamérica dejándola con su abuela. Pero su madre cumplió su promesa y la trajo con ella. La señora Emily Carson, era una mujer bondadosa y con un corazón de oro, que, apenas se enteró que Felicita tenia una hija pequeña a quien había dejado en su país, no dudó en darle también un lugar en la mansión de la familia Carson.
Para Lucy, cada día era una aventura. La mansión Carson, con sus amplios jardines y altísimas paredes, se convirtió en el trasfondo de sus sueños infantiles. Caminaba de la mano de su madre por el vecindario, observando con curiosidad cada detalle. Estaba fascinada. Era un barrio residencial, dónde solo las personas con muchísimo dinero podrían vivir.
La familia Carson tenía dos hijos. Giana una hija de doce años y Emiliano un adolescente de dieciséis años.
Giana rápidamente congenió con Lucy, se volvieron casi amigas, bueno, el poco tiempo que Giana pasaba en su casa, con sus clases de ballet, natación, piano y miles de cosas mas, no tenía tiempo para jugar y ser una niña.
Emiliano por su parte ya tenía otras cosas en la cabeza, le gustaba pasar tiempo con sus cuatro amigos inseparables.
Bruno, Lucas, Dan y Dimitri. Eran los cinco inseparables adolecentes con ganas de comerse el mundo. Todo lo hacían juntos, locuras, travesuras, cosas de chicos.
Un día cuando Lucy alzaba la vista en una de esas caminatas con su madre, vio por primera vez al niño que cambiaría su percepción del mundo: Emiliano. Había oído a su madre y a Giana hablar sobre él, pero en más de una semana que vivía en la mansión Carson, era la primera vez que lo veía.
Estaba jugando fútbol con su grupo de amigos en la acera frente a la mansión, su risa era contagiosa, y la manera en que se movía con agilidad y confianza le parecía hipnotizante. Lucy, de apenas once años, no podía evitar sentirse atraída por esa figura carismática. En su mente infantil, Emiliano era el epítome del niño perfecto.
Desde ese día Lucy esperaba pacientemente en el porche de la casa Carson, mirando furtivamente el juego que se desarrollaba frente a ella. Sus ojos lo seguían, grabando cada detalle. Había una inocencia y sinceridad en sus emociones, sentimientos que eran parte de ese primer amor platónico que aún no comprendía del todo.
Desde ese día ella quiso ser su amiga, quiso agradar a Emiliano.
Le dijo a su madre que quería preparar un pastel para Emiliano y así poder ser su amiga. Su madre sonrió y aceptó la buena intención de su inocente hija.
Cuando estuvo listo el pastel, Lucy emocionada quiso entregárselo. Cuando lo vió en el jardín ella caminó a pacitos hasta llegar a él. Emiliano volvía de su práctica de jiu Jitsu, bajando de un lujoso Mercedes Benz y cuando Lucy se plantó frente a él, Emiliano arrugó el ceño y cambió su rostro a uno de enfado.
—Hola —saludó Lucy con una sonrisa.
—¿Qué quieres? —contestó él de mala gana.
—Te preparé un pastel, mira, lo hice yo misma —Emiliano negó agitando la cabeza.
—¿Qué te hace creer que yo quiero comer un pastel que hayas hecho tú? Lárgate de mi camino, vuelve a la cocina de donde no debes salir. Ubícate y aprende cuál es tu lugar —le dijo y pasó de largo. Ese día Lucy por primera vez sintió que su pequeño corazón se había roto.
Sin embargo, luego pensó, no se daría por vencida, lograría que Emiliano fuera su amigo.
Una tarde en particular se grabaría en su memoria con más cicatrices permanentes. Había juntado valor para acercarse al grupo de amigos de Emiliano con la esperanza de unirse al juego. Cuando finalmente obtuvo el coraje para acercarse, su voz temblorosa apenas se oyó por encima del bullicio.
—¿Puedo jugar con ustedes? — preguntó, sosteniendo el balón con ambas manos, su corazón latía con fuerza.
Emiliano la miró por un momento, una sombra de reconocimiento cruzando su rostro antes de que estallara en una risa brusca. —¿Tú? ¡No somos una guardería! — soltó, sus amigos uniéndose a la burla. —Largo de aquí, vuelve a la cocina, pobretona —le gritó y seguían riéndose.
Las risas resonaron en los oídos de Lucy como un eco interminable, cada carcajada una estocada que profundizaba su vergüenza. Su rostro se tornó rojo, y antes de que pudiera evitarlo, las lágrimas bordeaban sus ojos. Devolvió la pelota con manos temblorosas y salió corriendo, sin mirar atrás.
Pero Lucy era una niña resiliente, no se daba por vencida jamás.
Le confesó a Giana, una tarde mientras jugaban al té en el jardín trasero de la mansión, que le gustaba su hermano. Giana y ella soltaron una risita traviesa.
—Mi hermano es un idiota, Lucy, tú eres una niña buena, no debes fijarte en adolescentes como él —fue el consejo de la menor de los Carson. Pero ella no escuchaba razones y volvió a preparar un pastel de chocolates aún más delicioso al día siguiente.
Asomó su cabeza por la amplia puerta que daba hacia el jardín y vio a Emiliano junto a sus amigos lanzándose en la alberca. Ella se limpió las manos y tomó el pastel recién horneado, decidida sujetándolo con las dos manos caminó hacia ellos.
—Hola Emiliano, mira, te hice un pastel de chocolate, pruébalo está delicioso —el rostro de adolescente tornó rojo de vergüenza ante las carcajadas de sus amigos.
—A la criada gorda le gusta Emiliano —comenzaron las burlas.
—Emiliano tiene novia, y es una gorda, le hace pasteles —seguían con los canturreos en forma de burla.
—¡Basta! —gritó él totalmente cabreado. Salió de la alberca, caminó hasta la pequeña Lucy quien era muchos centímetros mas baja que Emiliano, y dos o tres talles mas que él.