Sin nada particular en lo que ocupar el tiempo, los ratos a solas en la habitación de hotel se los había dedicado a recordar lo acontecido en la sastrería. Era una sensación tan patética, el sentir malestar por quien mal te hizo, que te deja un rastro de ardor en el pecho e impertinentes voces en la cabeza qué no te dejan en paz.
Me pregunté varias veces a mí misma porqué escogí soltar lo que para mí era el secreto mejor guardado de mis años universitarios.
La respuesta saltó en el mismo momento en que finalizó mi cuestionamiento mental: aquellos tiempos en los que me sentía tan perdida en mi vocación, fueron instantes en los que me reproche y acalle mis propias emociones para seguir adelante con lo que creía debía hacer. Para seguir con lo que me correspondía según lo que creí era lo que quería para mí. Al por fin ser capaz de darle una clasificación adecuada a lo que estaba sintiendo y al entender que los kilómetros que me separaban del resto no eran mi culpa, el valor que necesite reunir para tomar la decisión de abandonar aquello en lo que cedimente mi futuro ideal no podían ser pisoteados por el imbecil de Andy Kirk y su ego demasiado grande para su cuerpecillo.
Escucharlo decir que mi vida era miserable, y peor aun, asegurar ser orgullosamente la razón de ello se sintió como si una estampida de animales de granja me pasarán por encima, no una, sino unas cientos de veces.
En los dos años que soporte la facultad de medicina me imagine a mi misma en todo momento como un roedor en una pecera con un montón de hábiles peces qué no parecían estar en lo absoluto tan abrumados como yo. Por supuesto, un animal terrestre (yo) acompañado de animales acuáticos (el resto) siempre se sentiría fuera de contexto, extraño y perdido, cuando no se encontraba ni cerca del lugar al que pertenecía.
Pronto, aunque no tanto como me hubiese gustado, me vi a mi misma en una espejo y, en lugar de sentirme feliz de estar en la mejor universidad de Chicago con una plaza en su oferta académica de mayor demanda y renombre, me escuché enunciar un "ya no lo soporto".
No es que lo haya dejado tirado de buenas a primeras. La culpa trabaja horas extras. Paulatinamente, me alejé; no tomé más los libros, no me preocupe por el tiempo restante para los finales, no asistía a clases con regularidad, me iba al aburrirme del profesor, no me moleste en asistir a las reuniones de estudio. Mi presencia comenzó a escasear aquí y allá, y me dedique a asistir a las charlas vocacionales que dictaban para los chicos a punto de graduarse de la secundaria.
Volque mi atención entera a entender que quería hacer por mí y no por los demás. Algunas veces me tope con varios de mis compañeros y ellos preguntaban la razón de mi ausencia. A cada uno le daba una explicación distinta de forma deliberada. Supuse que al pasar el tiempo, notaron mis obvias excusas falsas y lo olvidaron. A unos cuantos meses de terminar aquel semestre de exploración personal, ya tenía una idea de lo que quería hacer.
Nunca tuve miedo de comunicar mi decisión a papá o mamá. Para ambos, cualquier cosa que estudiaramos, sería indiferente. Lo que necesitábamos saber sobre el conglomerado, lo aprendimos a lo largo de los años que perseguimos a papá de un lado a otro. Jamás le importó poner a un lado lo que sea que estuviese haciendo y explicarnos tantas veces como fuese necesario lo que hacía. Claramente, eramos niñas. Todo tenía que explicarlo un millón de veces hasta que de una vez por todas se nos quedaba en el cerebro. Eso ocurrió más precisamente en la adolescencia. Cinthia y yo íbamos a cualquier lugar que papá iba y, cuando no podíamos estar con él, nos reuníamos posteriormente para interrogarlo al respecto y aprender lo que necesitabamos aprender. Nuestro interés por el conglomerado, su funcionamiento y manejo fue parte de nuestra crianza. No es que haya sido impuesto, pero era un tema tan común y recurrente que sería imposible hacer oídos sordos y pretender que no sabíamos o entendíamos nada. Escoger una carrera relacionada a la administración de empresas seria como vivir por segunda vez nuestra vida.
Por defecto, al hacerse pública la aceptación de Cinthia en la facultad de medicina de la Universidad de Toronto, todos se sintieron feliz. Ya no solo tendrían una sucesora capaz de administrar el conglomerado sino que además sería capaz de inmiscuirse más a fondo en los asuntos médicos, y porque no, también expandir la cartera de clientes aun más.
Cinthia se mudó a Ontario poco menos después de seis meses del revuelo de su aceptación y pronto estuve solo yo acompañando a papá. No es secreto para nadie que los presidentes heredan o transfieren su puesto a los hijos mayores, por lo tanto yo tenía nada más que preocuparme por seguir estudiando mis últimos años de la secundaria y elegir que hacer con mi vida.
Nunca tuve destrezas extraordinarias. Iba a la escuela a hacer lo que tenia que hacer y volvía a casa a ser una adolescente que se teñia semanalmente el cabello sin reparar demasiado en su alrededor. No obstante, por alguna razón, papá comenzó a preguntarme más seguido sobre lo que escogería estudiar en la universidad. De repente me encontré en un punto ciego. En una habitación cuadrada, blanca y vacía.
Me gustaban muchas cosas, pero no lo suficiente para dedicarle mi vida.
Un día, de esos que la escuela te deja ir temprano porque se acerca el verano y los profesores no tienen nada con lo que atormentar a los estudiantes, llegue a la empresa y me metí a escondidas en la oficina de papá. Unos minutos más tarde escuché sus pasos y me preparé para hacerle alguna broma tonta que le sacara una sonrisa y me permitiera conseguir algo de dinero para un helado. Cabe destacar que, antes de ir a visitar a papá, me había dado una pasada con el estilista de mamá para retocar mis puntas rosadas del cabello. Me imaginé a papá resoplar y pedirme que dejara de ponerme el cabello como un de esos "my little pony" qué le pedía de pequeña a santa.