A la caza de un marido para mi hermana

9.

Los días continuaron su curso con solidez, al igual que la sombra en la curvatura de la comisura de mis labios. Exitosamente pude disimular los primeros días, pero cuando mamá me atrapó sonriendo a solas mientras examinaba las opciones de vestidos para la cena de ensayo me envió una mirada de esas que te hacen saber que estas atrapada. Por supuesto que la razón no eran los lindos vestidos que me hacía mirar la elegir.

Ella no pregunto. Quise decirle cuando la emoción me pudo. Mamá sabía de mis encuentros con aquel niño regordete. Tú. O bueno, Eliot apropiadamente. Nunca fui entusiasta de llenarme las manos de comida, hasta que estuve llena de chocolates hasta la mejilla, haciéndole aquellos bombones que, de alguna forma, fueron la retribución que considera más adecuada por soportarme y hacer frente a mí lapsos de malcriadez.

Las matemáticas sacaban lo peor de mi. Prefería describirlo así, a decir que si pudiera encontrar al que se pensó todos aquellos problemas difíciles que tenía que resolver, lo haría tragarse las casi trescientas páginas de esos libros que aún recordaba con pesar.

Mamá se vio entusiasmada, contagiada de la alegría que se filtraba por mis palabras aunque quisiera contar todo como fuera la narración de un hecho común. Me regañe varias veces al encontrarme a mi misma admirando el celular con su número y mi dedo a pocos centímetros de marcar. Él pidió tiempo. Cualquier explicación que quisiera darme sería cuando el quisiera hacerlo. No quería llamarlo. Tampoco parecer desesperada. Fueron amigos años atrás, eso no quería decir que tuviera plena libertad de reventar su celular. Se acercarian el uno al otro, si es que así lo disponía el destino, lentamente. Con la relación con mamá y papá yendo hacia el tope, me sentía segura de poder volver una que otra vez a Chicago, siempre que las cosas no estuviera ajetreadas en Carolina del Norte. Aun tenía responsabilidades y no podía olvidarme de ellas por querer reconectar con Eliot. Todo sucedería naturalmente. Tenía plena confianza en ese hecho.

La curiosidad me picaba. Me comía de dentro hacia fuera. No mentiría tan arbitrariamente. Quería saber todo lo que no me atreví a preguntar por miedo a espantarlo. Si quisiera apostar, diría que se trataba del hijo de algún ejecutivo que había escalado año tras año en el conglomerado hasta posicionarse bien. En esos días, me mantuve enfocada en aprender a resolver las matemáticas atendiendo a sus acertados consejos... o eso me decía en los ratos que me quedaba viendo sus lentes de pasta negra imaginando como se vería sin ellos. Ya lo sabía.

No obstante, si es que Eliot era efectivamente el hijo de un ejecutivo, lo harían alejarse. Nadie quería tener que lidiar con que su hijo fuera amigo de la hija del grandisimo jefe, que cometiera un error de adolescentes y que, por consiguiente, eso afectará de manera directa el trabajo de quien sea que fuera su padre o madre. Tal vez por eso ninguno preguntó nada demasiado personal sobre él otro. Los saludos eran los mismos cada día que nos reuníamos. Un "Hola, tú" y así mismo le correspondía el otro. Se hizo un hábito y estábamos cómodos con ello.

Al menos nada personal que tuviera que ver con sus identidades, para ser especifica. Cualquier otra cosa, la dejaba salir por mi boca cuando me veía abrumada y quería distraerlo. No creía que me escuchara. Él se me quedaba viendo de una manera que hasta la fecha no he podido ser capaz de descifrar. No creí que lo hiciera para nada. No hasta que, al dejarle dicho con la recepcionista sobre mí aprobado con calificación distintiva, él colocó un helado frente a mí la siguiente vez que nos vimos. Como una adolescente desvergonzada, no supe si quería devorarlo a él o al helado. El casi imperceptible rubor rojo en sus mejillas me avisó que si hacía obvias mis intenciones, el echaría a correr. Le agradecí y el dijo que no era nada. Se sentó, abrió el fastidioso libro y procedió a vomitar explicaciones tras explicaciones. Ese día solo lo pude mirar fijamente a su perfil, comiendo el helado que supo mucho más delicioso de lo que recordaba. Reprobé el examen que le siguio a mi aprobación con distinción, claramente.

El conocimiento de saber que lo vería pronto me tenía caminando de puntillas. Mamá me llevó de extremo a extremo en la ciudad, preparándome para la cena de ensayo. Temprano habíamos ido a hacernos el cabello en compañía con papá. No pude evitar bromear al ver las pelucas de las que disponía el peluquero personal de mamá, sugiriendo que sería un excelente cambio de apariencia. Papá no soportó la risa colectiva. Se sentó en el sofá lejos de nosotras, abriendo con más ruido del necesario un periódico que sabía leyó esta mañana.

Para hacerlo sentir mejor, en la hora del almuerzo, le pedí al mesero que trajera una torta de naranja con café negro. Esa era la combinación de la felicidad para él. Mamá no se lo pensó para soltar una sarta de reclamos que nos llegó a lo dos equitativamente. Batalle con ella incluso cuando el pequeño plato de postres fue puesto sobre la mesa y papá lo atacó como un poseso. Tuve que prometer que sería cosa de una vez y después de eso no le daría nada que pudiera afectar su salud. Como si una pequeña rebanada de torta lo fuese a enviar a un coma, pensé. Papá gozaba de perfecta salud. Mamá lo obligaba a someterse a exámenes semestrales, y si no fuese así, lo tendría en un régimen aún más estricto que el actual. Era demasiado paranoica, pero en el fondo, lo agradeciamos. De no ser por lo rigida que era mamá en cuanto a lo que consumían o se permitía en casa, papá podría no tener tanta vitalidad. Aun recordaba verlo fumarse tres cajas de cigarrillo a causa del estrés. Mamá se hartó y se lo saco de la mano con un golpe seco. Eso bastó para que al rato papá estuviera masticando cual alpaca malhumorada esos chicles para la abstinencia. Nunca lo vi hacerlo de nuevo.



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En el texto hay: millonarios, enemigos, primer amor

Editado: 04.01.2025

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