Pasaron dos días en la superficie. El teatro había desaparecido, como si nunca hubiese existido. Pero los tres sabían que la decisión debía llegar.
Eden se encerró en la librería, revisando partituras, soñando con frases que no entendía. Liam comenzó a tocar acordes nuevos. A veces, sin querer, tocaba La Décima Nota. Clara, en silencio, volvía a visitar los lugares donde habían amado, donde habían huido, donde habían roto.
Fue Lucille quien despertó.
Temprano en la mañana, bajó las escaleras con la mirada clara como el agua y una flor seca entre los dedos.
—No hay elección sin verdad —dijo.
—¿Tía? ¿Qué sabes tú de todo esto? —preguntó Clara, corriendo a abrazarla.
Lucille la sostuvo con fuerza.
—Yo fui guardiana. La última antes de que el ciclo volviera a comenzar. Fue mi deber custodiar la historia… hasta que ustedes llegaran. —¿Entonces sabías? —susurró Clara.
—Siempre. Pero cada generación debe vivir su propio dolor.
Esa noche, los tres volvieron al farol que lo había iniciado todo.
Lucille los observó desde lejos, como lo había hecho con sus padres.
—Uno debe quedarse —repitió Liam.
—Uno debe irse —dijo Eden.
Clara los miró a ambos.
—Y uno debe contar la historia.
Ella lo entendió.
Era ella.
Ella era la que había recordado cuando todos olvidaron. La que había amado aun sin ser correspondida. La que no huyó del dolor.
—Yo seré la guardiana —dijo Clara—. Pero necesito que ustedes… se encuentren.
Liam caminó hacia Eden. Eden no retrocedió.
Se tomaron las manos.
Y cuando lo hicieron, el aire vibró.
El farol brilló con intensidad… Y por un segundo, la ciudad cantó.
A lo lejos, Clara observó. Y por primera vez, no lloró.
Porque aunque su historia no fuera de amor… Sería una historia eterna.
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Editado: 11.07.2025