A love in the mountains

Capítulo 3.

Desperté bruscamente, como si algo dentro de mí supiera que no estaba donde debería estar. Los parpadeos fueron lentos, mis ojos ajustándose a una tenue luz filtrándose a través del material translúcido que cubría la tienda. La cama era extraña, más dura de lo que estaba acostumbrada, y olía a algo que no podía identificar: un aroma terroso, casi metálico. Fue entonces cuando me di cuenta. No era mi cama. No era mi habitación.

Salté de la cama con el corazón latiendo desbocado, solo para descubrir que llevaba apenas unos pedazos de tela que, milagrosamente, cubrían lo esencial de mi cuerpo. Mi respiración se agitó mientras revisaba rápidamente la tienda, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera explicarme dónde estaba. Pero no había rastro de mis pertenencias, ni de mi ropa, ni siquiera del bolso que llevaba siempre conmigo.

Salí de la tienda de un tirón, empujando la tela que hacía de puerta, y el impacto fue inmediato. El cielo sobre mí no era el cielo que conocía. Era un violáceo profundo, casi púrpura, mezclado con un amarillo apagado que parecía pulsar como si estuviera vivo. La luz no caía del cielo; parecía irradiar desde el aire mismo. Tropecé un paso hacia adelante, trastabillando, sintiendo cómo el suelo bajo mis pies era extraño: húmedo, resbaladizo, pero más resistente que el barro.

—¿Dónde demonios estoy? —susurré, mi propia voz sonando frágil en ese ambiente desconocido.

Miré a mi alrededor, tratando de encontrar algo familiar, pero todo lo que veía era diferente: las plantas eran enormes, con hojas traslúcidas que parecían brillar tenuemente, y sus colores oscilaban entre verdes, azules y un rojizo vibrante. Algunas de las flores tenían formas imposibles, sus pétalos se curvaban como espirales, y lo que parecían ser gotas de rocío brillaban como si fueran pequeños cristales.

Incluso el aire que respiraba se sentía denso, pesado, como si estuviera cargado de algo más que oxígeno. Me llevé las manos a los brazos y me pellizqué, con fuerza, esperando que todo esto no fuera más que una pesadilla. Pero el dolor fue claro. Esto era real.

Un crujido detrás de los arbustos interrumpió mis pensamientos. El ruido era fuerte, seco, como si algo grande estuviera moviéndose. Me giré de golpe, mis pies deslizándose en el suelo pantanoso, y solté un grito cuando un grupo de aves enormes salió disparado de las copas de los árboles. Sus alas eran enormes y translúcidas, y su vuelo produjo un sonido grave que retumbó en mi pecho. Pero el movimiento detrás de los arbustos no era de las aves. Algo más estaba allí.

De repente, una criatura saltó, y me quedé paralizada. Era enorme, con el cuerpo elegante y ágil de una pantera, pero su rostro…

Su rostro era algo que no pertenecía a este mundo. Ocho pares de ojos oscuros la miraban, cada uno parpadeando de forma independiente, como si estuvieran analizando cada parte de mí. Su respiración era baja y rítmica, y cada exhalación producía un leve gruñido que reverberaba en el aire.

Dio un paso hacia adelante, su movimiento elegante pero cargado de una amenaza palpable. Yo di un paso hacia atrás, mi mente gritando que corriera, pero mis pies estaban torpes y pesados, como si el suelo intentara aferrarse a mí. Cada uno de sus ojos estaba fijo en mí, y aunque quería apartar la mirada, no podía.

—Por favor, no,— susurré sin darme cuenta, aunque sabía que esa cosa no entendería.

El animal avanzaba con calma pero firmeza, su mirada fija en mí, como si estuviera calculando cada uno de mis movimientos. Su gruñido se volvía más profundo, resonando en el aire pesado como una amenaza que no podía ignorar.

Tropecé contra una raíz y caí al suelo, hundiéndome parcialmente en el terreno fangoso. Intenté levantarme, pero el barro parecía querer retenerme. Giré la cabeza hacia atrás, y la vi: esos ojos alienígenas me observaban, brillando bajo la extraña luz del cielo. El tiempo pareció detenerse, y por un instante, todo lo que sentía era el peso del miedo y la certeza de que no había escapatoria.

—¡Ajhulla! —La voz grave resonó como un trueno, autoritaria y firme.

La criatura, que hasta hace un segundo parecía lista para saltar sobre mí, retrocedió lentamente. Sus ocho pares de ojos parpadeaban de manera desconcertante mientras bajaba la cabeza con una sumisión inquietante.

Giré hacia el origen de la voz, y allí estaba él. Un hombre alto, imponente, emergió entre la vegetación como si ese lugar lo perteneciera por completo. Su figura era fuerte y segura, encajada perfectamente en el entorno extraño. Su ropa de cazador, ajustada y sin una sola arruga, parecía diseñada para mimetizarse con este mundo imposible. Binoculares colgaban de su cuello, y su cabello, oscuro y espeso, tenía mechones plateados que brillaban bajo la luz violácea del cielo. Sus rasgos eran marcados, duros, como los de alguien que había vivido más de lo que quería contar. Sus ojos, de un azul profundo, me miraron de una manera que parecía traspasar mi piel, y su voz grave, cuando habló de nuevo, hizo que el aire denso se sintiera aún más pesado.

—Veo que nuestra invitada ha despertado,—dijo con una calma inquietante, y la criatura, Ajhulla, se mantuvo a su lado, inmóvil, sus ojos múltiples fijos en mí.

Intenté levantarme, mis piernas temblaban tanto que parecía que iban a rendirse antes de que pudiera ponerme de pie.

—¡No den un paso más!—exclamé, mi voz temblorosa pero decidida. Me limpié las manos sobre los pedazos de tela que se aferraban a mis caderas, sintiendo el sudor frío correr por mi espalda.—¿Quiénes son ustedes y dónde estoy?




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