A love in the mountains

Capitulo 4.

DR.PATRICK

El peso de su cuerpo en mis brazos se sentía irreal. Demasiado ligera. Demasiado frágil para haber sobrevivido aquí. La montaña de Ajhulla no perdonaba a los débiles, no permitía que nadie cruzara sus dominios sin exigir un precio. Pero ella... ella estaba intacta.

El viento rugía con fuerza, sacudiendo la lona de mi tienda y golpeando los árboles como si intentara llevarse lo poco que he logrado construir aquí.

La tienda no era un hogar en el sentido estricto, sino un refugio funcional, lo suficientemente amplio para mis investigaciones, pero nunca pensado para recibir a alguien más. La iluminación era tenue, apenas unas lámparas alimentadas por baterías, y el suelo de lona crujía bajo mis botas mientras la depositaba sobre el catre improvisado. Necesitaba ordenarlo todo. Hacer espacio. Hasta ahora, esta tienda había sido un sitio de estudio; ahora se convertiría en un resguardo para el enigma que tenía frente a mí.

La recosté sobre el catre improvisado, asegurándome de cubrirla con la manta más gruesa que tenía. Su piel aún conservaba el frío del exterior, pero su pulso seguía firme. Sus ropas originales estaban destrozadas, por lo que ya la había vestido con telas rudimentarias que encontré entre mis provisiones. Ahora, con sus heridas sanando, necesitaría algo más abrigador.

Deslicé mi mano sobre su frente. Tibia. Regulada. Nada fuera de los parámetros biológicos normales.

Pero lo normal aquí no significaba lo mismo que en otros lugares.

Las cajas de equipo y los libros esparcidos por el suelo me parecían un caos absurdo en este momento. Aquí hay instrumentos para analizar la montaña, para estudiar la tierra, para catalogar cada hallazgo con precisión. Pero nada que me ayude a descifrar a esta chica.

Me incliné sobre ella, observándola con más detenimiento. La ciencia me había enseñado a buscar patrones, a encontrar explicaciones en los detalles más minuciosos. Cada organismo que sobrevive en Ajhulla desarrolla adaptaciones específicas: piel endurecida por el frío extremo, metabolismo ajustado a la escasez, respuestas físicas que reflejan la lucha constante contra un entorno hostil.

Ella no tenía ninguna de esas marcas.

Si su pecho no subiese ni bajase con el lento ritmo de su respiración, habría pensado que la muerte la reclamó en el momento en que la encontré. Pero seguía aquí, más presente que cualquier otra criatura que haya estudiado.

Ajhulla castiga a los cuerpos que desafían su terreno, pero no la había tocado realmente.

Tres días había estado inconsciente desde que la encontré.

Su ropa no encajaba. Harapos, sí, pero con detalles demasiado finos para ser despojos sin más. No eran telas de las mujeres del pueblo más cercano, ni siquiera de las tribus que habitaban más allá. Tal vez robó esa ropa. Tal vez alguien la persiguió hasta aquí.

Tres días preguntándome quién era, de dónde venía y por qué estaba tan lejos de cualquier rastro de civilización. Pero ahora, después de escuchar sus primeras palabras antes de desmayarse de nuevo, tenía aún más preguntas.

¿Huía de algo? ¿Alguien la estaba buscando?

Pasé la vista por su rostro, dejando que la luz de la lámpara portátil revelara cada detalle con precisión quirúrgica. La estructura ósea de su rostro era fina, proporcionada, casi perfecta en su simetría. Sus labios, suaves, sin rastros de resequedad. Su piel, clara y uniforme, sin las grietas que el frío debería haberle causado.

Pero fue su cabello lo que más me desconcertó.

Las ondas doradas caían sobre la almohada, reflejando la luz con un brillo que no pertenecía a este lugar. Era como si Ajhulla no hubiese podido reclamarlo, como si la montaña misma hubiese fallado al moldearla como lo hace con todo lo que entra en su territorio.

¿Cómo había sobrevivido aquí? ¿Cuánto tiempo llevaba en la montaña antes de que la encontrara?

Nada en su físico indicaba que su cuerpo se hubiese adaptado a esta atmósfera.

Era como un ángel perdido.

El pensamiento se asentó en mi mente con una fuerza inesperada.

Solté un suspiro, sintiendo el peso de una pregunta que la ciencia no podía responder todavía. Podía estudiarla, analizar cada posible explicación biológica. Pero en este momento, más que nunca, me pregunté si la ciencia tenía siquiera las herramientas necesarias para comprender lo que tenía delante.

El fuego portátil crepitó en la esquina de la tienda. Ajhulla aguardaba.

Un regalo de los dioses, pensé al encontrarla. Pero los dioses no entregaban nada sin exigir algo a cambio.

Esperaba que no pasara demasiado tiempo antes de que despertara. Porque entonces, tal vez, tendría respuestas.

Tres golpes secos contra la lona interrumpieron mis pensamientos. Fuertes, firmes. La montaña podía ser implacable con los que la desafiaban, pero no con los que pertenecían a ella. Reconocí el ritmo pausado, la confianza en la forma en que se anunciaba. Era Jeka.

Me enderecé, soltando un suspiro antes de apartar la mirada de la joven. Por un instante, sentí que la montaña intentaba reclamar mi atención, recordándome que aún existía otro mundo afuera de esta tienda, un mundo donde las reglas aún tenían sentido.




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