El sonido del despertador en mi teléfono es tan fastidioso que no lo soporto, así que a regañadientes abro los ojos, tanteo el aparato poseído y lo apago.
Me siento en el borde de la cama al tiempo que busco mis lentes y me los coloco, sin ellos, todo lo que veo a lo lejos es distorsionado. Este es mi día a día, son las 5:45 a. m. y como todos los días tengo exactamente veinticinco minutos para comprobar mis niveles de glucosa, vestirme, preparar mi lonchera y ayudar a mamá antes de que se vaya a su segundo turno en el hospital.
Mientras me pincho el dedo y espero el resultado en el monitor, me distraigo mirando el cielo apenas iluminado a través de la pequeña ventana en mi habitación.
Veamos…glucosa: 93.
Perfecto.
Entonces me inyecto la insulina con la rutina que ya me sé de memoria, desde los 10 años soy responsable de administrar mi medicamento, no quería que mi madre siguiera sufriendo por mí, como si mi mundo se acabó en el momento que diagnosticaron esta terrible enfermedad. Debía demostrarle a ella que no tenía que preocuparse demasiado, era fuerte y estaría bien.
Decir que no duele cada vez que aplico la insulina seria mentir, pero he aprendido a ignorarlo. Tener diabetes tipo 1 no me hace débil, sólo me hace… distinta.
Vivo con un reloj interno que nunca se detiene y siempre me recuerda que no puedo, que no debo… bajar la guardia.
—¿Laila? —pregunta mi madre mientras toca la puerta de mi habitación—. ¿Estás despierta?
—Sí, mamá —respondo mientras termino de colocarme el parche del sensor en el brazo—. ¿Quieres que te prepare el café?
—No mi amor, ya tengo listo tu desayuno y tu lonchera. Date prisa para que comas algo antes de irte.
—Está bien mamá, estaré lista en cinco minutos.
La cocina está impregnada del olor a café que desprende la cafetera, busco la taza favorita de mamá que es blanca con unos ositos panda y sirvo café para ella.
Mamá entra al pequeño comedor con el cabello aún húmedo y las ojeras que le llegan hasta el alma. Aun así, me sonríe como si fuera la mejor parte de su día.
—Gracias, cielo—agradece por el café servido—. ¿Cómo amaneciste?
—Bien. Noventa y tres—mi mamá sonríe—, ya me puse la dosis de insulina y llevo barras de glucosa en la mochila por si acaso.
Mi madre asiente orgullosa, su manera de decir que me ama está hecha de preguntas prácticas y miradas que dicen más que mil abrazos.
—¿Lista para conquistar el mundo doctora Monroe? —pregunta mi mamá.
—Primero tengo que conquistar el examen de química que tengo pendiente y no está nada fácil, pero tampoco imposible.
Reímos las dos, sé en el fondo que mamá de verdad me apoya y apuesta en mí, cree en mi potencial y yo con su apoyo y ánimo todos los días puedo llegar a donde sea si me lo propongo, pero no es tan fácil.
Tomar dos trenes hasta el Instituto Everhart no es exactamente glamuroso, especialmente cuando llegas a la institución con olor a pasillo del metro y no con el olor de tu perfume favorito, es incómodo porque te rodean chicas con bolsos de diseñador y prendas caras, además los chicos llegan en autos con chofer y muy bien peinados.
A veces me siento como un personaje secundario totalmente gris en una película que no me pertenece. Becada, callada, cuidadosa, siempre midiendo cada paso, cada carbohidrato y cada mirada.
Me gusta aprender, me gusta sentir que, aunque mi cuerpo no siempre coopere, mi mente sigue siendo mía.
Hoy es martes y ruedo los ojos con fastidio, este día a diferencia de los otros me irrita. Tengo educación física y eso siempre me pone nerviosa, sudar, esforzarme, estar en riesgo de bajones…especialmente porque los de mi salón de clases me ven como bicho raro.
Por otra parte, me siento feliz, en el almuerzo me siento junto a Sofía y Joshua, los únicos dos con los que puedo hablar sin sentirme de otro planeta. No estamos juntos todo el tiempo porque a veces curso otras materias, como becada siento que es un poco más difícil. A veces hablamos de libros, otras veces hablamos de cómo sería vivir sin preocuparme por la beca que ocupo, facturas o niveles de azúcar en sangre. Ellos siempre me escuchan y siempre tienen algo positivo que aportar y es lo que más me gusta, que aunque ellos son hijos de personas adineradas no les importa el estatus social que nos separa.
Guardo mi kit en la mochila y me miro en el espejo del pasillo, piel clara por no decir pálida, cabello negro, ondulado, largo y siempre atado en una coleta alta, ojeras que trato de cubrir con un poco de corrector barato y que se disimulan bien con los lentes que siempre tengo que tener puestos, sin ellos veo bastante distorcionado. No tengo tiempo para maquillarme, tampoco me importa mucho verme linda.
Lo único que me importa es que mis días en la secundaria sean tranquilos.
La clase de educación física es, sin duda, la parte más incómoda del día. No es que no me guste moverme, me gusta caminar, hacer estiramientos, pero correr dando vueltas al campo o en la pista del gimnasio mientras intento mantener mi glucosa estable, con profesores que no siempre entienden cómo funciona mi cuerpo, es imposible.