Los lunes tienen una forma muy particular de recordarte quién sos. No importa cuánto dormiste, cuántas veces pospusiste la alarma, o qué tan buena fue la playlist que te acompañó en el ómnibus: el lunes igual te alcanza. Siempre te alcanza.
Eran las ocho y veinte cuando entré al salón. Aula vieja, bancos incómodos, humedad en las paredes y ese zumbido persistente de los fluorescentes. No había nada particularmente diferente en ese día, pero algo en mí andaba distinto. No sabría decir si era la idea de la fiesta, o simplemente ese cosquilleo que a veces aparece sin aviso y sin explicación.
Me senté en el fondo, como casi siempre, y saludé con un gesto a Camila, que ya estaba dibujando en los márgenes de su cuaderno. Siempre me pareció admirable la forma en que ella se abstrae del mundo sin perder detalle de lo que pasa.
—¿Al final vas a ir a lo de Emma? —me preguntó sin mirarme, como si fuera una charla ya empezada.
—Capaz —respondí, bajando la mochila con más fuerza de la necesaria.
Ella sonrió un poco, dibujando círculos que se cruzaban entre sí.
—Dicen que va a ir gente interesante esta vez. Que Emma invitó a unos de Bellas Artes... y una amiga nueva.
—¿Interesante en qué sentido? —pregunté, más por costumbre que por interés genuino.
—No sé. Interesante. Con otra energía, creo.
No dije nada. Pero ese “otra energía” se me quedó colgado como una canción que escuchás sin saber el nombre. Tal vez era el lunes, tal vez era Camila y su manera de soltar frases así, como si no fueran a dejar huella. Pero lo cierto es que me pasé el resto de la clase imaginando quiénes eran esos “de Bellas Artes”.
El resto del día pasó entre apuntes, cafés mal hechos y cielos encapotados. Montevideo seguía fiel a su clima de novela existencialista, y yo seguía funcionando en automático. Salvo por una imagen que me volvía, como un flash muy breve: la idea de estar en esa terraza, con luces colgantes, música de fondo, y dormirme entre todo y nada.