¿a Que Juegas?

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Volví al bar al par de días de la cita. No voy a negar que iba con la idea de volver a verla y medir si todo lo que había pasado en el mirador era algo serio o solo una chispa de momento. Ella estaba ahí, atendiendo como siempre, con su uniforme y ese aire coqueto que ni siquiera intentaba disimular.

—Mira quién volvió… —dijo apenas me vio, con esa sonrisa de medio lado.
—Tenía que comprobar si después de tanto helado, cine y hamburguesas todavía me ibas a reconocer.
Ella soltó una risa breve.
—Claro que sí… cómo olvidar al tipo que me hizo gritar en el cine más que la misma película.

Nos quedamos hablando un rato, entre bromas y guiños. Cada referencia era un recordatorio de lo que habíamos hecho: la risa nerviosa en la heladería, la forma en que me agarró del brazo durante la película, el silencio cómplice en el mirador mientras mirábamos la ciudad. Había algo en su mirada, como si también recordara cada instante con la misma claridad que yo.

Me incliné un poco sobre la barra y, sin rodeos, solté lo que me venía quemando la cabeza:
—Quiero que nos escapemos un fin de semana. Tú y yo. A la playa. Nada de citas cortas ni ratos robados, algo más… real.

Ella se mordió el labio, como siempre que estaba pensando si decir que sí o que no. Al final, asintió con un gesto lento, como si estuviera cediendo más a las ganas que a la lógica.
—Está bien… pero solo este fin de semana.

Cuando llegó el día, la vi bajar con una mochila pequeña y el cabello suelto. Lo primero que noté fue que llevaba puesto el collarcito que le había dado. No hizo falta que lo mencionara, yo ya estaba sonriendo como un idiota.

El viaje hasta la playa fue rápido, entre música alta y risas tontas. El aire marino nos recibió apenas nos acercamos y ella parecía emocionada, como una niña pequeña, corriendo descalza por la arena. Pasamos el día bañándonos, tomando sol y comiendo cualquier cosa que se nos cruzara. Había una ligereza en todo, como si ninguno quisiera pensar en el mundo fuera de esa orilla.

Pero la duda apareció cuando, mientras cenábamos frente al mar, yo solté la pregunta que me estaba carcomiendo desde la mañana:
—¿Y tu hija? Pensé que la traerías contigo.

Ella bajó un poco la mirada y respondió rápido:
—Mi madre se ofreció a cuidarla. No quería mezclar las cosas todavía… prefiero que ella no esté en medio de esto.

No me convenció del todo. Había algo raro, algo que no cuadraba. Una madre puede cuidar a su nieta un rato, sí, pero un fin de semana completo… me parecía demasiado. Guardé la sospecha, no quería arruinar el momento, pero quedó flotando en mi cabeza.

Esa noche, mientras caminábamos por la orilla, ella jugaba con el collar en su cuello, como si fuera un hábito inconsciente. Lo acariciaba con los dedos y luego me miraba. No lo dijo en voz alta, pero yo sabía que significaba algo, que ese pequeño regalo le había llegado más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Terminamos sentados en la arena, con las olas golpeando a pocos metros, riendo de cosas sin sentido. Yo no la presioné, pero por dentro estaba decidido: esta escapada era mi manera de subir el nivel, de dejarle claro que lo que teníamos no era solo un par de citas sueltas.

El problema era que, aunque ella sonreía, todavía había una sombra escondida en algún rincón de su vida, y esa sombra tenía que ver con la hija y, tal vez, con alguien más que no quería mencionar.




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