[Aquí tienes el Capítulo 5. Este capítulo marca el inicio oficial del tratamiento de quimioterapia. Thiago comienza a experimentar los efectos físicos y emocionales del proceso, y el hospital se convierte en un espacio de batallas internas. La presencia de Emma y la fortaleza de su familia son claves para sostenerlo]
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El suero descendía gota a gota, como si contara el tiempo de una forma distinta. Thiago lo miraba como hipnotizado. Cada gota llevaba un poco de esperanza, un poco de miedo, y tal vez un poco de rabia también.
La enfermera Marta le colocó una manta sobre las piernas.
—Puede que sientas un poco de frío durante el tratamiento. Es normal.
Lucía le acariciaba el brazo con la misma delicadeza con que lo hacía cuando era bebé y despertaba por pesadillas. Pero ahora no podía protegerlo del monstruo que vivía dentro de él.
—¿Cuánto dura esto? —preguntó, sin apartar la vista del tubo.
—Cada sesión dura unas horas —dijo Marta—. Pero la primera fase del tratamiento, en total, serán unas semanas. Luego vendrán otras etapas. Vamos paso a paso.
Thiago asintió, pero en su cabeza no había pasos. Solo un abismo.
La medicina tenía un color extraño, como jugo de piña diluido. Le ardía un poco en la vena, pero el ardor no era nada comparado con el peso que sentía en el pecho.
El primer día terminó sin vómitos, sin mareos. Solo un cansancio profundo. Como si su cuerpo supiera que una guerra acababa de empezar.
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Al tercer día, todo cambió.
Thiago despertó con náuseas. No podía comer. Ni oler. El desayuno le dio vueltas con solo verlo. El espejo le devolvió una cara pálida, casi amarilla, con unas ojeras que parecían pintadas con carbonilla.
Lucía le ofrecía gelatina, agua, jugo. Nada entraba.
Emma entró como una ráfaga de viento fresco, con una bufanda verde fosforescente y una cara de “no me importa lo que digan, hoy me pongo lo que quiero”.
—Buenos días, intestino torcido —dijo, levantando una bolsita de caramelos de jengibre.
Thiago hizo una mueca que, con buena voluntad, podría contarse como una sonrisa.
—Me siento como si me hubiera atropellado un autobús... y luego me hubiera escupido.
—Eso significa que estás peleando. ¿Sabes lo que dicen? Si no escuece, no cura.
—¿Quién dice eso?
—Yo. Acabo de inventarlo.
Thiago volvió a sonreír. Emma era un huracán. Uno silencioso, pero imparable.
Ese día, mientras él dormía por los efectos del tratamiento, Mateo apareció por sorpresa. Se asomó a la habitación como quien entra a un lugar sagrado.
—¿Se puede?
Lucía se levantó de inmediato para abrazarlo.
—¿Y el colegio?
—No aguanté. Nico se quedó para cubrirme con excusas.
Thiago abrió los ojos justo cuando su hermano se sentó junto a él.
—Oye... —dijo con voz ronca—. No tenías que venir.
—Claro que sí. Te debo una revancha en FIFA.
Hablaron poco, pero la presencia de Mateo bastaba. Hablaban con los ojos, como hermanos que compartían un idioma que nadie más entendía.
Al anochecer, Thiago vomitó por primera vez. Fue duro. Humillante. Estaba débil, sudado, sintiéndose menos que nada.
Lucía limpió todo sin decir una palabra. No con lástima. Con amor. Amor del que sostiene, no del que ahoga.
Esa noche, escribió en su libreta por primera vez desde que había ingresado al hospital:
> “Hoy lloré sin hacer ruido. No porque me duela, sino porque no sé si estoy listo. Pero Emma dice que nadie lo está. Que uno no se entrena para esto. Solo respira, camina y sigue. Eso haré.”