A Trece Latidos

Capítulo 16: "Cuando Todo Arde"

[Aquí tienes el Capítulo 16. En este capítulo, Thiago inicia su nuevo tratamiento intensivo. Es más duro, más invasivo, más solitario. Y por primera vez desde su diagnóstico, se quiebra. No frente a sus padres, no frente a Emma, sino frente a sí mismo. Y sin embargo, algo ocurre en medio del colapso: una rendición emocional que le abre paso a una nueva clase de fuerza]

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La sala 407 del hospital tenía un zumbido perpetuo. No venía de las máquinas, sino del aire. Como si el mundo estuviera conteniéndose la respiración.

Thiago llevaba 36 horas sin salir de la cama.

El nuevo tratamiento había comenzado. Las náuseas eran como olas, sin respiro entre una y otra. Su cuerpo temblaba incluso dormido. Cada parte de él se sentía invadida: por agujas, por químicos, por miedo.

—Trata de comer algo —dijo Lucía, con una cucharita de arroz tibio.

Thiago giró la cabeza.

—No quiero.

—Solo un bocado.

—¡He dicho que no quiero! —espetó, con una rabia que él mismo no reconocía.

Lucía retrocedió un paso. No por miedo, sino por respeto.

—Está bien —dijo suavemente—. Solo avísame si necesitas algo.

Cuando se fue, Thiago sintió un nudo en el pecho. Quería gritar, romper la bandeja, lanzar los cables por la ventana. Pero estaba muy débil para levantarse.

Emma no había podido visitarlo en dos días. Su conteo de glóbulos blancos estaba demasiado bajo. Solo se mandaban notas de voz breves. Esa mañana, ella le había dicho:

> “A veces vas a odiar tu propio cuerpo. Está bien. Solo no dejes que eso te haga olvidar que también es tuyo. Y que quiere salvarte.”

Pero Thiago no quería oír mensajes. Ni ver a nadie. Ni pensar.

Solo quería dejar de sentir.

Esa noche, mientras la enfermera revisaba su sonda, Thiago se levantó sin permiso. Caminó hasta el baño con el suero rodando detrás. Cerró la puerta.

Se miró en el espejo.

No se reconoció.

Piel ceniza. Ojeras profundas. Un cuerpo de alambre.

—¿Quién eres? —se susurró.

Y entonces rompió.

Golpeó el lavamanos con la palma abierta. Gritó sin voz. Lloró sin lágrimas. El llanto le salió en forma de aire contenido, de jadeos secos.

Se dejó caer al suelo.

Por primera vez, no fue el “niño fuerte”. No fue el que tranquiliza a su mamá, ni el que bromea con Emma, ni el que calla para no preocupar a sus hermanos.

Solo fue Thiago. Roto. Deshecho.

Y en ese desmoronamiento encontró algo inesperado: descanso.

Al rato, alguien tocó la puerta. Era Esteban.

—¿Puedo pasar?

—No.

Silencio.

—Entonces voy a sentarme aquí afuera. Sin decir nada.

Thiago no respondió. Pero supo que lo hacía.

Una hora después, salió. Con los ojos rojos y el paso lento. Se dejó abrazar por su padre sin decir palabra.

Esa madrugada, escribió en su cuaderno:

> “Hoy me rompí.
Como un vidrio.
Y en los pedazos vi cosas que no había mirado nunca.
Me odio. Me necesito. Me duelen los huesos, y también el alma.
Pero sigo aquí.
Roto. Respirando.”




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