[Aquí tienes el Capítulo 18. En este capítulo, la imaginación y el dolor se encuentran. Thiago y Emma participan en una tradición secreta del hospital pediátrico: El Día de las Capas. Es un momento simbólico, una pausa en medio de la tormenta donde los pacientes más frágiles se convierten, por un rato, en invencibles]
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El rumor llegó al pasillo de oncología como llegan las cosas mágicas: de boca en boca, con voz baja y mirada cómplice.
—¿Tú vas a usar la tuya? —le preguntó un niño pequeño a su compañera de habitación.
—Sí. Mi abuela me la cosió. Tiene estrellas de verdad.
Thiago escuchó desde su cama, medio despierto, medio desorientado por los efectos del nuevo medicamento. Al principio pensó que era parte de un sueño, pero cuando la enfermera Naila le dejó una caja de cartón con su desayuno, también dejó otra cosa:
Un retazo de tela azul con lentejuelas mal pegadas.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es tu capa —dijo Naila, sonriendo—. Hoy es el Día de las Capas. Una tradición de este hospital. Solo los pacientes pueden usarlas. Ni doctores, ni padres. Es una jornada para recordarles a todos que ustedes no están sobreviviendo. Están peleando. Como superhéroes.
Thiago acarició la tela. Era ridícula. Brillante. Infantil.
Pero también era hermosa.
—¿Y todos tienen una?
—Sí. Incluso Emma.
Esa sola frase bastó para que Thiago se sentara.
A las once de la mañana, el hospital se transformó.
Desde las salas de cuidados intermedios hasta las habitaciones con aislamiento, los niños comenzaron a salir —los que podían— o asomarse por las puertas. Algunos en sillas de ruedas. Otros cargando tubos de oxígeno. Todos con capas improvisadas: sábanas, bufandas, toallas bordadas. Las habían decorado con brillantina, nombres, dibujos, parches. Un desfile de imaginación en cuerpos frágiles.
Emma llegó empujada en su silla por su madre. Llevaba una capa hecha de papel periódico, con recortes de superhéroes y una gran “E” pintada en rojo.
—¡Aurelio! —gritó al ver a Thiago—. ¡Llegó tu archienemiga favorita!
Thiago se acercó, algo tambaleante. Su capa ondeaba detrás. Tenía el dibujo de un rayo negro sobre fondo azul y dos alas pegadas con cinta.
—Me inspiré en Ferrer —dijo, sonriendo.
Durante la ceremonia —porque así lo llamaban—, los niños se colocaban en fila y uno por uno pasaban por un pasillo improvisado de padres, enfermeros y doctores que los aplaudían. Al llegar al final, recibían una “medalla invisible” que debían imaginar tocando su corazón.
Cuando fue el turno de Thiago, caminó lento pero sin ayuda. Emma lo esperaba al final, con su capa de papel al viento.
—¿Nombre de superhéroe? —preguntó ella, fingiendo voz grave.
—Aurelio.
—¿Poder especial?
—No rendirme. Incluso cuando quiero hacerlo.
Emma colocó su mano en su pecho, sobre el corazón.
—Recibe tu medalla invisible.
Thiago cerró los ojos. Por un segundo, se permitió creer que era cierto. Que la capa le daba poder. Que sus piernas no temblaban. Que su cuerpo no estaba peleando contra sí mismo.
Abrió los ojos. Emma aún lo miraba.
—Te ves fuerte —le dijo ella.
—Lo soy. Un rato por día.
Más tarde, en sus habitaciones, ambos recibieron una hoja nueva para su cómic compartido. Thiago dibujó una escena en la que Aurelio volaba con su capa rota pero flameante, mientras La Bacteria Suprema lo seguía lanzando sarcasmos por un megáfono.
Emma escribió debajo:
> “Volamos aunque no tengamos cielo.
Porque a veces, solo necesitamos alas prestadas.”