[Aqui tienes el capitulo 21. En él, Thiago vivirá los primeros días posteriores al trasplante, enfrentando fiebre, ansiedad y aislamiento. Pero también recibirá una carta inesperada… firmada por alguien que no conocía: un niño de ocho años que sobrevivió a su propia leucemia]
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Parte 1: La habitación sin relojes
El día después del trasplante no se parecía a ningún otro. Era como despertar en un planeta nuevo, donde los colores eran menos intensos, los sonidos lejanos, y el aire cargado con una gravedad distinta.
La habitación de Thiago se sentía congelada en el tiempo. Sin reloj de pared. Sin ventanas visibles. Solo una pantalla digital con la fecha y la hora clínica, que mostraba números que no importaban: 07:03 AM. DÍA +1.
“Día más uno.”
Así lo llamaban los médicos.
El primer día de su nueva vida.
O el primero de una serie incierta.
Thiago tenía la sensación de que algo dentro de él había cambiado, aunque no sabía qué. No sentía la médula nueva. No era como recibir una transfusión que te da energía instantánea. Aquello era distinto: imperceptible, pero monumental.
Mateo no estaba. Había salido unas horas después del procedimiento. Aunque el personal le ofreció quedarse en observación, el mayor de los hermanos insistió en irse.
—Si me quedo, voy a llorar. Y no quiero que él me vea así —dijo, señalando la habitación sellada desde afuera.
Lucía y Esteban pasaban turnos limitados junto a Thiago, separados por trajes de protección, barbijos dobles y la constante supervisión del equipo médico. Pero aunque su presencia era silenciosa, bastaba con ver los ojos de su madre para saber que el amor seguía intacto… incluso detrás del plástico.
A las nueve de la mañana, la enfermera Naila entró con una carpeta amarilla y una sonrisa amable.
—¿Cómo va, Capitán Aurelio?
Thiago intentó sonreír. Lo logró a medias.
—¿Sabes que ya no puedo sentir mi cuerpo sin contar los tubos?
—Eso es buena señal —dijo Naila—. Significa que te estás acostumbrando a ser mitad humano, mitad cyborg.
—¿Puedo pedir superpoderes?
—Eso ya los tienes.
La carpeta amarilla contenía un sobre. No tenía remitente.
—¿Quién lo envió? —preguntó Thiago.
—Un paciente de otra sala. Te la dejó el grupo de voluntarios. Dijo que tú le recordabas a él.
Thiago abrió el sobre con lentitud. Dentro había una carta escrita a mano, con letra desordenada y con dibujos en los márgenes: un dragón, una espada, una nube con ojos.
> Hola, extraño. Me llamo Julián. Tengo 8 años. También tuve leucemia. También me hicieron un trasplante. Y también pensé que no iba a salir. Spoiler: ¡salí!
Al principio fue horrible. Me dolía todo. Me sentía enojado con todos, incluso con mi mamá. No quería que me hablaran. Pero luego entendí algo que tú también vas a entender:
No estás solo. Y si la médula entra, también entran los sueños.
Te dejo un dibujo de mi dragón protector. Se llama Sombra. Puedes imprimirlo si quieres. Él cuida los sueños de los guerreros dormidos.
P.D.: Yo ya me curé. Tengo que ir cada tres meses al hospital, pero ahora juego fútbol. Y mi equipo se llama “Los Leucocitos Furiosos”.
¡Fuerza, guerrero!
—Julián, 8 años. Nivel: Dragón Blanco.
Thiago apretó el papel entre los dedos.
Y por primera vez desde el trasplante, sonrió.
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Parte 2: Postales mentales
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En las siguientes cuarenta y ocho horas, Thiago conoció una nueva dimensión del cansancio.
No era solo el agotamiento físico. Era otra cosa: una especie de desconexión. Como si su cuerpo hubiera decidido quedarse atrás y su mente viajara sola por pasillos sin final. Dormía en lapsos de treinta minutos. A veces tenía fiebre. A veces soñaba que estaba dentro de un acuario gigante, viendo pasar a su familia como si fueran peces de colores.
Apenas hablaba. Apenas comía.
Y Emma no podía escribirle.
No por falta de intención. La doctora Hinojosa había sido clara: nada de contacto directo por tres días, hasta estabilizar los signos. Ni llamadas. Ni videollamadas. Ni mensajes.
—Su sistema inmune es ahora una hoja en blanco. Cualquier virus, incluso uno de celular, puede ser una amenaza —explicó.
Y así fue como Thiago se sintió, por primera vez en semanas, completamente solo.
Pero entonces hizo algo nuevo.
Comenzó a escribirle cartas mentales a Emma.
No en papel. No en pantalla. Solo en su cabeza.
Las imaginaba como si fueran postales con imágenes absurdas. Una tenía una banana en patines. Otra mostraba a un perro astronauta bailando salsa.
Cada carta era un pedazo de él que no podía enviar… pero que le daba sentido al encierro.
> Querida Emma:
Hoy descubrí que el silencio también pesa. No sabía que podía sonar tan fuerte.
A veces me siento como el náufrago de una historia que olvidó cómo empieza.
Pero entonces cierro los ojos y te veo riendo, con el cabello enredado y las pestañas temblando.
Eso me salva. Un poco.
—T
Otras veces eran más simples:
> Emma:
Tú decías que sabías pilotar.
Yo confiaba en ti.
(Spoiler: chocamos contra una palmera con ojos.)
Fue divertido.
—Tu copiloto, Thiago.
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En el hospital, el personal médico leía los monitores con atención quirúrgica. Día +2. Día +3. Día +4. Cada hora era una montaña rusa de síntomas:
•Fiebre súbita de 39,6°C.
•Náuseas persistentes.
•Dolores articulares.
•Baja presión.
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Y una noche, en el punto más oscuro del ciclo febril, Thiago comenzó a delirar.
Hablaba con su abuela muerta. Le decía que le guardara el lugar en el cielo. Cantaba canciones inventadas. Murmuraba poemas sin sentido.
—El dragón tiene alas… pero nadie lo ve —decía—. Está dormido en mi espalda.