[Aqui tienes el Capítulo 22. Este capítulo se centrará en el primer regreso parcial de Thiago a casa, los efectos secundarios emocionales del trasplante, y un descubrimiento inesperado que lo conecta con alguien del pasado que también venció la leucemia]
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Parte 1: La puerta entreabierta
Habían pasado diecisiete días desde el trasplante.
La médula comenzaba a mostrar signos claros de adaptación. El conteo de leucocitos subía con lentitud pero sin tropiezos. Las plaquetas se mantenían. Las infecciones se habían mantenido al margen. El cuerpo resistía.
Y con él, la esperanza.
Esa mañana, la doctora Hinojosa entró a la habitación con una noticia que se había reservado por días, esperando el momento justo:
—Thiago... vamos a darte un permiso especial.
Thiago, todavía con una pulsera antibacteriana en la muñeca y el rostro pálido por la anemia residual, frunció el ceño.
—¿Permiso para qué?
—Para volver a casa.
Un silencio sordo invadió la sala. El oxímetro siguió pitando suavemente, como si supiera que se había dicho algo importante.
—¿Casa? —repitió Thiago, incrédulo.
—Sí —confirmó la doctora—. Por 48 horas. Una salida controlada. Un ensayo.
Mateo, que estaba en la esquina con un cómic en la mano, alzó la vista de inmediato.
—¿Hablas en serio?
—Tan en serio como lo permite el protocolo.
Tendrás que seguir ciertas reglas: aislamiento parcial, mascarilla N95 todo el tiempo, nada de mascotas encima, sin visitas, alimentación específica... pero podrás dormir en tu cuarto. Ver tus cosas. Escuchar tus paredes.
Thiago tragó saliva.
Escuchar sus paredes.
Ver el escritorio donde escribió sus primeros cuentos.
Volver a oler su almohada.
Mirar por la ventana de su habitación hacia el árbol de mango donde se escondían los gatos callejeros.
No era solo volver a casa.
Era regresar a sí mismo.
—¿Y cuándo…? —preguntó con voz apenas audible.
—Mañana por la mañana, si los análisis de hoy confirman la tendencia.
Mateo no esperó más. Se lanzó sobre Thiago (con cuidado quirúrgico) y lo abrazó como si acabaran de ganar el Mundial.
—¡Vas a volver, bro! Vas a ver a Canelo y a Maiko. Y a mamá en bata con ruleros. ¡Y a tus posters tristes de astronautas!
Thiago sonrió. Por primera vez en semanas, un gesto pleno, sin la sombra de la quimio detrás.
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En la noche, le costó dormir.
El cuerpo quería descanso, pero la mente viajaba.
Repasaba cada rincón del cuarto como si fuera un museo al que volvería después de años.
En su mente, dibujó cada detalle:
el estante de libros,
la lámpara que solo funcionaba si la golpeaba dos veces,
la mancha de humedad en la esquina que parecía un dinosaurio fumando.
Y en medio de esa reconstrucción mental, apareció una carta nueva.
No literal.
No en papel.
Sino en su interior.
Una carta invisible que se escribiría al regresar.
Una carta a sí mismo.
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Parte 2: El olor de las cosas
El transporte médico llegó a las 8:03 de la mañana, puntual como un reloj suizo con bata blanca.
Mateo y su padre ya estaban en la puerta del hospital, ambos con mascarillas y guantes, esperando que Thiago saliera acompañado por Naila, que no se quiso perder el momento.
—¿Estás listo? —le preguntó ella, acomodándole la máscara N95.
Thiago asintió.
—¿Y si me emociono y me olvido de respirar?
—Entonces lloramos todos y te rescatamos. No te preocupes.
El ascensor pareció más lento que nunca. Cada piso que pasaban era una cuenta regresiva emocional.
Planta baja.
Puertas se abren.
Sol.
No el sol filtrado por vidrio esterilizado.
Sino el sol directo.
El verdadero.
Thiago cerró los ojos un instante. Sintió el calor en el rostro, el olor del concreto caliente, el murmullo de los árboles. Hasta el ruido del tráfico le pareció un canto.
Ya en la furgoneta, se recostó con cuidado mientras el conductor les daba instrucciones como si fueran una misión de la NASA. La madre lo esperaba en casa, junto con un arsenal de toallitas desinfectantes, comidas precocinadas en recipientes esterilizados y un protocolo digno de un laboratorio.
Pero nada de eso importó en el instante en que vio su casa.
Era la misma.
Los mismos ladrillos. La verja azul despintada. La bugambilia a medio podar. El mismo perro que ladraba como loco en la ventana.
Y sin embargo, nada era igual.
Todo parecía… más frágil y más fuerte al mismo tiempo.
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Cuando cruzó la puerta, lo recibió un silencio tan profundo que podía escucharse. Como si las paredes estuvieran conteniendo el aliento.
—Bienvenido —dijo su madre, sin poder evitar las lágrimas—. Tu cuarto está tal como lo dejaste.
Mentira.
Pero una mentira piadosa.
Al llegar, lo encontró casi como lo recordaba… salvo por los nuevos detalles:
una lámpara germicida,
las sábanas cambiadas por unas más suaves,
y en la pared, un póster nuevo: una imagen de una galaxia lejana con un pequeño texto que decía:
> “Incluso la oscuridad más profunda termina, si recuerdas mirar arriba”.
Thiago se sentó en la cama, agotado, y simplemente lloró.
No de tristeza.
De alivio.
De reconocimiento.
Como si el alma hubiese vuelto a casa antes que el cuerpo.
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Más tarde, mientras Mateo desinfectaba una caja de jugos y la madre recalentaba sopa, Thiago exploró su escritorio.
Todo estaba allí.
Los lápices ordenados por color.
Los libros con polvo.
Un cómic a medio doblar.
Y entonces lo vio.
Un sobre manila, con su nombre escrito en marcador azul.
Lo abrió con manos temblorosas.
Dentro había una hoja arrugada, escrita con letra infantil. Era una carta de él mismo, escrita hacía dos años. Parte de una tarea de la escuela: “escribe una carta a tu yo del futuro”.