En esta parte exploraremos:
•Un viaje inesperado de regreso a un lugar clave de su infancia.
Reencuentros con personas que marcaron su •diagnóstico.
•Sensaciones contrastadas de pertenencia y extrañeza.
•La aparición de un símbolo personal: una carta antigua que nunca leyó.
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📘 —Parte 1
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1. El regreso a donde dolía respirar
Era temprano por la mañana cuando Thiago cerró su mochila con un clic silencioso. El vuelo a Jacksonville salía en dos horas. No era por trabajo, ni por placer, ni siquiera por una causa clara. Era por necesidad.
Después del simposio en Buenos Aires, de las cartas de Alma, del mural invisible, de la conversación con Lucas sobre adopción, algo en su interior había comenzado a desestabilizarse. No en forma destructiva, sino como si una parte de su alma pidiera una reconciliación más profunda con sus raíces.
—¿Estás seguro? —le preguntó Lucas desde el marco de la puerta, aún medio dormido.
—No. Pero necesito hacerlo.
Lucas asintió. No lo detuvo. Le acercó una bufanda. Sabía cuándo no preguntar.
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2. Jacksonville Memorial Hospital
El hospital estaba igual. Un poco más gris, quizás, o eso lo sentía él. Las paredes parecían haber olvidado que alguna vez un niño de trece años lloró de miedo al saber que su médula ósea lo traicionaba. Entró con una credencial de visitante, pero lo reconocieron enseguida.
—¡Thiago Vargas! ¡Mírate! —dijo una enfermera de voz aguda, con el pelo más canoso que antes.
Él sonrió, aunque algo de incomodidad se aferraba a su espalda. Saludó, caminó por los pasillos como un turista en su propio trauma, hasta que llegó a la Unidad Pediátrica Oncológica.
Ahí estaba. La sala con los juegos que usaban más los adultos que los niños. Los peluches, algunos nuevos, otros igual de viejos. Y en el rincón, el sillón naranja. Donde su madre se quedaba dormida mientras él recibía quimio.
Se sentó. Respiró. Sintió.
Por unos segundos no fue Thiago el conferencista, ni el mentor, ni el sobreviviente. Fue el niño. El que se preguntaba si viviría hasta los quince.
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3. El encuentro con la doctora Simone
—Pensé que eras un espejismo.
La voz le hizo girar el rostro. Era la doctora Simone, su oncóloga durante la primera etapa del tratamiento. Pelo corto, gafas cuadradas, mirada firme.
—Hola, doctora —dijo él, y se puso de pie como si aún tuviera trece.
—No me digas doctora. Llevas más años fuera del hospital que yo dentro.
Rieron, aunque el silencio entre frases revelaba una tensión leve.
—¿Por qué volviste?
Thiago pensó en mentir, en decir que era por un proyecto o por grabar un documental. Pero no.
—Porque siento que algo de mí se quedó atrapado acá. Y no quiero arrastrarlo más.
Ella asintió, sin juicio. Lo invitó a tomar café en la sala del personal. Hablaron de medicina, de estadísticas, de sobrevivientes. Pero también del miedo. De lo que no se dice. De lo que ella nunca le dijo.
—Tuve mucho miedo de que no lo lograras. Y cuando lo lograste, no supe cómo volver a hablarte sin sentirme culpable por todos los que no lo lograron.
Thiago bajó la mirada. Y en voz baja, respondió:
—Yo tampoco sabía cómo hablar con usted sin sentir que tenía que agradecerle por sobrevivir, aunque no sabía si quería hacerlo.
No hubo reproches. Solo humanidad.
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4. La carta que nunca leyó
Al despedirse, Simone le entregó un sobre amarillento.
—Lo escribió tu compañero de habitación, Andrés. El que falleció semanas antes de tu trasplante. Lo dejó para ti… pero nunca tuve el valor de dártelo. Hasta hoy.
Thiago sintió que el corazón se le detenía.
No leyó la carta ahí. Ni en el pasillo. Ni en el avión. Esperó.
Solo cuando llegó al pequeño hostal donde se hospedaba, se sentó en el escritorio, con las manos temblando, y rompió el sello.
> “Thiago:
Si estás leyendo esto, entonces ganaste. Me alegra. Yo creo que no llegaré. Y está bien.
A veces siento que no vine a vivir mucho. Solo a enseñarle a alguien que se puede pelear aunque uno tenga miedo.
Sos valiente, aunque no lo creas. No porque hables mucho, o sonrías, sino porque escuchás.
No te olvides de reír. Ni de jugar. Ni de enamorarte.
No seas solo un sobreviviente. Sé una persona.
Gracias por ser mi amigo en la sala más fría del mundo.
Andrés.”
Thiago lloró en silencio. Sin ruido. Como un río interno que al fin encontraba salida.
—¿Todo bien, mi amor?
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5. Llamar a su madre
Marcó el número sin pensarlo. Su madre atendió en dos segundos.
—¿Todo bien, mi amor?
—Sí… solo quería decirte que estoy en Jacksonville. Que volví.
Silencio al otro lado.
—¿Te duele?
—Un poco. Pero más me alivia. Encontré una carta de Andrés. Y… y me acordé de vos durmiendo en el sillón naranja. Quería darte las gracias por eso.
Ella lloró. No lo escondió.
—Fue el peor y el mejor lugar del mundo para mí.
—Sí —respondió él—. También para mí.
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6. Una última visita
Antes de irse, pasó por el cementerio donde Andrés estaba enterrado. No llevó flores. Llevó la carta, una piedra de Buenos Aires, y un marcador indeleble.
Escribió en la piedra:
> “Gracias por enseñarme a vivir.”
La dejó sobre la lápida.
—Y sí, me enamoré —susurró—. Pero no solo de alguien. También de mí.
Se marchó con la espalda recta. Con menos peso. Con más silencio adentro, pero un silencio amable.
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—Parte 2; centrada en el regreso a Miami, la conexión emocional con Lucas y un inesperado mensaje de uno de los chicos del grupo de mentoría
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7. El regreso a casa