A Trece Latidos

Capítulo 31: “Lo que florece en la calma”

•Inicio de una nueva rutina adulta, con cambios de espacio y ritmo.

•Una relación amorosa más estable y madura.

•Preparativos para una residencia artística en Lisboa.

•Dudas sobre el rumbo de Latido Compartido al crecer globalmente.

•Un reencuentro inesperado con una joven que conoció brevemente en Buenos Aires y que ahora llega a Miami.

—📘 Parte 1

1. La casa nueva

A los veintiséis años, Thiago finalmente se mudó solo.

El departamento quedaba en Coral Gables, no lejos del centro médico donde comenzó todo. Un espacio de techos altos, paredes blancas y un ventanal que daba a un jardín comunitario lleno de bugambilias. La compró con el dinero que ganó vendiendo los derechos de su libro a una editorial internacional y con ayuda de una beca por impacto social.

Había pocas cosas adentro: una mesa de roble, una hamaca tejida, un librero aún sin llenar, una pequeña escultura de barro que un niño argentino le había regalado, y su piano digital, que ahora ocupaba el centro de la sala.

Las primeras noches durmió con el corazón tembloroso. Extrañaba el bullicio familiar, el ronquido del perro, las caminatas nocturnas con su madre.

Pero al despertar solo, en silencio, sintió una especie de paz que nunca antes había conocido. Como si ahora sí, por fin, el tiempo fuera suyo.

2. Una relación sin urgencia

Thiago y Mía se conocieron en un simposio juvenil en Madrid hacía un año y medio. Ella era bióloga marina, panameña, hablaba cinco idiomas y tenía la costumbre de escribir cartas a mano. La conexión fue instantánea, pero no explosiva. No hubo drama, ni urgencia. Solo conversaciones lentas, paseos sin fin, y cartas.

Ahora, Mía vivía también en Miami. Habían decidido probar, sin promesas, pero con intención.

Una tarde, Mía llegó al departamento con un paquete.

—¿Qué es esto? —preguntó Thiago.

—Una lámpara. Pero con historia.

Era una lámpara de papel, hecha a mano, con recortes de mapas marinos y frases de cartas antiguas. Cuando la encendieron, proyectaba sombras suaves sobre las paredes: océanos, islas, coordenadas perdidas.

—Quiero que este lugar tenga algo mío, aunque sea poco —dijo Mía.

—¿Y si se vuelve demasiado tuyo?

—Entonces te lo devuelvo con mis manos —dijo ella, riendo.

Era así. Sin promesas, sin posesiones. Pero con raíces que se iban plantando sin ruido.

3. Lisboa en el horizonte

Thiago había sido aceptado para una residencia artística de seis meses en Lisboa, bajo el patrocinio de una fundación europea que apoyaba artistas con historias de vida transformadoras.

Su proyecto: una instalación sonora llamada Latido Universal, con testimonios de jóvenes de todo el mundo que habían vivido situaciones límite. La pieza se construiría con ritmos cardíacos reales, sonidos ambientales, y frases grabadas en distintos idiomas.

Estaba entusiasmado, pero también temeroso.

—¿Y si allá no funciono? —preguntó una noche, acostado junto a Mía.

—No estás yendo a funcionar. Estás yendo a respirar distinto —le respondió ella.

Esa frase se quedó girando en su cabeza durante días.

4. Crisis silenciosa en Latido Compartido

Mientras su vida personal parecía alcanzar una estabilidad inesperada, Latido Compartido empezaba a crujir.

La expansión había sido tan rápida que ahora había filiales en siete países. El problema: burocracia, diferencias culturales, y una presión creciente por profesionalizarse al punto de perder su esencia.

Tomás, ahora director ejecutivo, le envió un informe duro: bajas en el equipo, malentendidos con voluntarios internacionales, y una crítica pública de una fundación rival que los acusaba de “explotar narrativas del dolor”.

Thiago sintió el golpe en el pecho. Había trabajado tanto para construir algo puro, y ahora se encontraba ante la posibilidad de que su creación se diluyera en manos de otros.

—Necesito ir a la raíz —escribió en su diario—. Recordar por qué hice esto.

5. Reencuentro inesperado

Una tarde de abril, mientras organizaba sus papeles para Lisboa, recibió un mensaje:

> “Soy Abril. La chica que habló de las piedras en Buenos Aires. Estoy en Miami por dos meses. ¿Tomamos un café?”

Thiago sonrió. Abril había sido una de las jóvenes que conoció en el simposio en Argentina, con una historia difícil pero una energía luminosa. Habían intercambiado un par de mensajes después, pero no más.

—Sí. Claro. Te invito al jardín donde escribo.

El reencuentro fue sencillo y cálido. Abril ahora trabajaba como educadora emocional en escuelas, y quería abrir un taller basado en el modelo de Latido Compartido, pero desde el arte espontáneo.

—Lo que hacés vos es estructura. Lo mío es caos. Pero del bonito —dijo, sonriendo.

Thiago sintió algo moverse dentro. Ella le recordó a sí mismo, a los trece, antes de saber que el mundo podía romperse.

—¿Te quedás a cenar?

Abril asintió. Mía también estaba. Rieron, cocinaron juntos, y hablaron de cómo sostener la esperanza sin convertirla en obligación.

Esa noche, Thiago escribió:

> “Tal vez la calma no llega cuando todo se ordena. Tal vez llega cuando dejás de resistirte al movimiento natural de las cosas.”

—Parte 2

6. Latido Universal

Thiago llegó a Lisboa a finales de mayo. La residencia estaba ubicada en un antiguo convento convertido en centro de arte experimental, sobre una colina con vista al Tajo. Era un lugar silencioso, con salas blancas, techos altos y jardines donde crecía lavanda silvestre.

Allí, por primera vez en meses, estuvo solo con sus ideas.

La propuesta era ambiciosa: recoger grabaciones de latidos cardíacos de jóvenes de distintos países, mezclarlas con sonidos cotidianos de sus vidas, y acompañarlas con frases breves dichas en su idioma natal.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.