La decisión
El correo llegó a las seis de la mañana. Una invitación para participar en una serie de residencias artísticas itinerantes: primero Barcelona, luego Berlín, más tarde Tokio y Marrakech.
Thiago se quedó mirando la pantalla como si fuera una broma. Pero no lo era. Cerró la computadora y salió a la calle. El aire fresco le recordó que cada viaje había empezado así: con un paso que no parecía cambiar nada… hasta que lo cambiaba todo.
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Barcelona y los balcones
Llegar a Barcelona fue como entrar en una pintura en movimiento. Balcones llenos de plantas, calles que parecían plegarse sobre sí mismas, voces mezcladas en catalán y castellano.
Su taller estaba en el barrio del Raval, en un edificio antiguo con techos altísimos. Allí conoció a Núria, fotógrafa que trabajaba retratando a gente en sus propios balcones, capturando la intimidad de lo cotidiano.
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Los trazos de Gaudí
Thiago comenzó a dibujar líneas curvas inspiradas en la Sagrada Familia, pero no copiándola, sino traduciéndola a su propio lenguaje visual. Núria lo llevó a parques donde Gaudí había escondido pequeñas piezas de mosaico como si fueran guiños a quien supiera mirar.
—Barcelona siempre te deja algo que no estabas buscando —le dijo ella.
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Berlín en blanco y gris
El cambio a Berlín fue brusco. El cielo era un lienzo gris constante y el frío se metía por las costuras de la ropa. Sin embargo, había una energía subterránea en la ciudad, como si todo estuviera en construcción o reconstrucción.
En Kreuzberg conoció a Malik, un pintor de origen sirio que usaba cemento y óxido como pigmentos.
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Conversaciones en un sótano
En un sótano convertido en café, Thiago y Malik compartieron historias de pérdida y de reconstrucción. Malik le habló de Damasco, de cómo había tenido que aprender a empezar de nuevo sin llevar nada salvo sus manos.
Thiago comprendió que algunos lugares no se olvidan, aunque la vida te obligue a dejarlos.
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Un muro de recuerdos
Junto a otros artistas, Thiago y Malik pintaron un muro al aire libre. Cada sección representaba una ciudad que había sido partida en dos, física o emocionalmente. La gente se detenía a mirar y algunos se animaban a escribir frases entre las imágenes.
Era un muro que no separaba, sino que unía.
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Venecia y los reflejos
Antes de partir a Asia, Thiago hizo una breve parada en Venecia. Caminó por callejones que parecían no llevar a ninguna parte, hasta que se abrían de pronto a plazas silenciosas. Los reflejos del agua lo hacían sentir como si el tiempo pudiera doblarse.
Allí dibujó una serie de rostros que parecían flotar sobre lagunas invisibles.
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El tren nocturno a París
De Venecia viajó en tren nocturno a París. Compartió compartimento con una violinista húngara y un estudiante marroquí de arquitectura. Las horas pasaron entre música improvisada y bocetos en hojas sueltas.
Thiago pensó que a veces los mejores viajes no se miden en destinos, sino en las conversaciones que ocurren en tránsito.
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París y las sombras largas
En París visitó museos y mercados callejeros. Compró una cámara analógica vieja, convencido de que cada foto que tomara debía obligarlo a detenerse y elegir. Paseando por Montmartre, entendió que cada ciudad tenía su propia forma de decir “quédate”, aunque uno supiera que no podía hacerlo para siempre.
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Despedida de Europa
Antes de volar hacia Asia, Thiago escribió en su libreta:
"No se trata de cuántos países pises, sino de cuántas huellas decidas dejar y cuántas estás dispuesto a llevar."
Europa lo había llenado de balcones, muros y reflejos. Ahora, el mapa se abría hacia otro continente y, con él, otro tipo de historias.
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Tokio y el ruido que ordena
El aterrizaje en Tokio fue un choque de estímulos. Pantallas gigantes, neones, trenes que llegaban a segundo exacto, miles de pasos que parecían fluir como ríos humanos.
Thiago sintió que la ciudad tenía un ruido distinto: uno que no distraía, sino que organizaba.
En Shibuya, conoció a Haru, un diseñador de origami arquitectónico que construía maquetas de edificios imposibles.
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La calma en un tatami
Haru lo invitó a su pequeño apartamento en Nakameguro. Piso de tatami, una ventana con vista a un cerezo solitario y una tetera humeando. Allí aprendió que, en Tokio, el silencio también podía ser arquitectónico.
Thiago pasó horas doblando papel junto a Haru, entendiendo que cada pliegue era una decisión irreversible.
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Kioto y el olor a madera vieja
En Kioto, el tiempo parecía tener otra densidad. Caminó por templos donde el olor a madera vieja lo envolvía, mezclado con incienso.
En un taller artesanal, una anciana llamada Aiko le mostró cómo reparar cerámica rota con oro: el kintsugi.
—No escondas las cicatrices —le dijo—, haz que cuenten tu historia.
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Los trenes que dibujan mapas
Thiago tomó un tren bala hacia la costa. El paisaje cambiaba tan rápido que parecía un montaje de película. Montañas, arrozales, aldeas pequeñas.
Llegó a un puerto pesquero donde los barcos salían al amanecer y regresaban antes del mediodía. Allí, pintó acuarelas que parecían moverse con el vaivén del agua.
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El faro de Amanohashidate
En un promontorio rocoso, encontró un faro blanco solitario. Pasó dos días allí, dibujando la línea del horizonte y escribiendo cartas que nunca envió.
Fue en ese lugar donde decidió que su arte, a partir de ese viaje, debía contener siempre un fragmento de la geografía que lo inspiraba.
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Osaka y los mercados nocturnos