A veces no somos lo que solemos creer; al igual que a una flor que piensa florecer en primavera y despierta en el invierno.
Los vientos se volvían fríos y mi piel se erizaba, me envolvían en un gélido abrazo que yo gustosamente recibía, ya que, aunque bien sabía que no era lo mejor para mi salud, lo disfrutaba; al igual como Eva y Adán disfrutaron también alguna vez de lo prohibido al morder una manzana.
No quería estar ahí en primer lugar, pero los rosados pétalos eran suaves, tanto como el mismísimo terciopelo, que solo me alentaban a seguir acariciándolos lentamente entre mis dedos mientras mis piernas sentían el verde pasto. Me provocaba comezón, no obstante, aguantaba la tentación de rascarme por motivos de salud.
Las pequeñas flores casi me hacían olvidar la tortura que estaba viviendo en ese momento. Me hizo pensar, aquella textura tan agradable y tersa, que algún día, cuando encontrara una persona con la misma suavidad en su piel, me enamoraría de ella, pues dicha sensación me hacía pensar que, no importaría en que situación me encontrase, si sentía entre mis manos ese tacto tan delicado, podría olvidar cualquier catástrofe que me atormentase.
Mis ojos captaban desde arriba, pues estaba sentada en la cima de una pequeña colina, a ciertos grupos de adolescentes de mi clase conversando, posiblemente de cosas triviales, pero eso no significaba que los asuntos no les pareciesen divertidos, pues exclamaban animadamente ciertas cosas.
No era especialmente una mala vista, pero tampoco era algo de lo que disfrutara presenciar.
Inadaptada y solitaria. Las dos grandes palabras que me definían y que para muchas personas significarían problemas sociales. Para mi solo era una manera distinta de incluirme a la sociedad.
¿Porqué estaba aquí en primer lugar?
Cierto, ahora lo recordaba: no había tenido opción. Habíamos salido de excursión a un parque natural como penúltimo día de clases; pronto nos graduaríamos, así que todos querían pasar los últimos días en grande.
Todos excepto yo.
Quedarme sentada solo como espectadora, observando conversaciones de las que no era incluida, en una pequeña colina, me era cargante. No había nada interesante que observar, personas así veía todo el tiempo. Pero quizás ese no era el problema, tal vez el problema era que estaba tan separada, y me sentía tan desconectada con ellos, que simplemente no podía interesarme por sus platicas.
Eventualmente me habían dado ganas de dormir, y no porque tuviera sueño, si no que así no tendría que pasar el tiempo simplemente tolerando la situación, que en un abrir y cerrar de ojos la excursión terminaría, y me encontraría caminando de vuelta a casa.
Me cansé de observar a las personas y me dedique a observar mejor a las nubes, incluso ellas me parecían más interesantes; recostándome en el pasto, que ahora alcanzaba a tocar mis brazos y que más tarde me arrepentiría de ello por la futura comezón de la que, estaba consiente, me daría.
Entonces inhale profundo el fresco aire de Dublín y miré las pálidas nubes que me llenaron de tranquilidad, así como me hicieron sentir aliviada, y por alguna extraña razón, también completa.
Entre las ramas del árbol de mi izquierda podía ver como pasaban las aves volando por los cielos libremente. Las envidiaba, porque incluso ellas tenían un propósito: viajar de un lado a otro divisando las grandiosas vistas desde las alturas. Me imaginé siendo una de ellas y no pudo ser más satisfactorio, pues solo llegaban a mi mente imágenes aventureras de una solitaria paloma conociendo los alrededores de este mundo tan grande. Me hizo pensar que ellas no tenían límites, al menos no en este planeta, que podían tener cualquier aventura si así lo quisieran. Las alas daban la verdadera libertad. Aunque esos eran ya pensamientos de fantasía.
Al menos pude presenciar verlas flotar por los aires; al menos había sido testigo de un pequeño momento de su vida tan pacífica.
Escuchaba risas al fondo, pero poca atención les puse, mas el cielo era como una hermosa pintura hecha por el mismísimo Claude Monet; me hacía sentir la misma sensación que al ver sus propias pinturas, como si me llenara el alma y me hiciera ver los momentos estáticos, cortos y perfectos de la vida.
El sencillo mundo era tan hermoso y al mismo tiempo tan cargante y soporífero.
Sabía que solo debía ser paciente, que solo unos días bastarían para que la vida cambiara, ya fuera para bien o para mal, pero alta probabilidad había de que me mostrara algo insólito. Y yo estaba ansiosa, esperando por ello.