Había buscado algunos palos y hojas secas por el camino. El nuevo mundo que se extendía ante mis ojos me resultaba extraño y salvaje. Él al ver unas manchas rojizas sobresaliendo por entre los troncos recolectados comenzó a impacientarse.
—¿Crees que esto nos servirá? —respiró profundamente—. Esto es cicuta. Es imposible hacer fuego con este árbol.
Y al igual que aquella vez, su rostro adquirió un tono casi rojizo. Su entrecejo fruncido revelaba un mal humor espantoso.
—No es la primera vez que lo hacen. Atacar a personas que no piensan como ustedes, no es correcto.
—Tampoco es correcto que siempre creas lo que otros dicen —sostenía su tacita macilenta.
—¡Mataron gente! ¡Tu maldita revolución está yéndose por la borda! —alcé la voz indignada.
—Escúchame. —Levantó la mirada—. Si para ti esto ya no tiene sentido, lo entenderé —. Mojó un trozo de pan en la tacita— pero desearía que seas clara.
—¿Quieres que apruebe lo que hicieron? Mi padre tenía razón, ustedes solamente son un grupo de farsantes.
Tomé la canasta de panes y me incorporé.
—Intentaron robar nuestras provisiones. Nunca nos excedimos. Actuamos conforme ellos lo hicieron.
Un reflejo cortante de luz se posaba en su rostro. A pesar de la escasa iluminación que llegaba a los rincones más apolillados, el pequeño comedor era un espacio placentero.
—Criticaste a mi padre sin saber que pronto irías adquiriendo su propia sombra.
Asentó su taza de café con brusquedad, prolongando en el aire un sonido sordo y grave a la vez.
—¿Ya no te sientes segura?
—Quiero creer que no me equivoqué al quedarme.
—Si las adversidades te hacen sentir confundida, debes irte.
—¿Solo me dirás eso? —dije muy irritada.
—Si decides irte, lo aceptaré y lo entenderé —su voz transmitía tranquilidad.
Aquellos hombres, que habían atacado las provisiones del campamento, se habían visto obligados a cometer tal fechoría por la escasez de las lluvias que amenazaba a sus familias. "Los radicales", en vez de reprender su actitud, los habían invitado a engrosar sus filas revolucionarias. Su negativa fue consecuencia de una lucha cruel y sanguinaria. Mientras hacía llegar el pan fresco a los demás, me asaltaba la idea de haber comprendido uno de sus más grandes temores y cómo trataba de esconderlo con la imagen de un líder totalitario: el fracaso.
☆ ☆ ☆
Había oscurecido lo suficiente como para hacer un esfuerzo en agudizar la vista. Sus camas mal acomodadas representaban el cuadro de un lugar deprimente. Estaba cansada y sin apetito. Afuera, alrededor del fuego se oían risotadas y cantos melancólicos. Sus malos modales en la mesa hacía que desistiera, por completo, de aparecer hasta que por lo menos la mayoría terminara.
—Tu comida se enfría. La pondré junto al fuego. —Su rostro pálido asomaba en la quietud de la gran habitación y sus ojos oscuros me cuestionaban.
—Quiero descansar —dije desde mi cama.
—La comida es escasa. Es mejor si lo avisas antes... Desde mañana no incluiremos tu porción.
—¿Es tu nuevo método para amedrentar víctimas? —pregunté irónica.
—Solo instauro orden y justicia.
—Tienes razón. —Asentí—, aunque algo distorsionado.
En unos instantes, estuve recibiendo mi porción de pescado. Algunos hinchaban sus estómagos con alcohol para entrar en calor por el terrible frío que se anunciaba. Me era singular que cada noche ellos esperasen con ansias algo de diversión en torno a ese fuego bárbaro y abrasador. De seguro, el vivir sumergido en un ambiente intranquilo hacía de ese espacio ameno algo muy apetecible.
—¿Quién lavará los trastes?... Ahhh... sí… Rasumikhine... —dos brazos fornidos y bronceados señalaban a un hombre de complexión delgada y amarillenta.
Afirmaban que su manera de llamarlo era por considerarlo un extremo lector de Crimen y Castigo, el primer y único libro en su vida. Sinceramente, él me resultaba agradable y de convicciones.
—Me quedaré un rato más —contestó ante la insistencia de ellos.
De repente, el semicírculo formado se iba menguando al ser abandonado por quienes se retiraban a descansar. Uno que otro palmeaba el hombro de Rasumikhine recordándole la tarea asignada.
—¿Tu brazo está mejor? —le preguntó Jungkook al verlo todavía sentado en el tronco seco.
—Está más fuerte que nunca —dijo con una sonrisa forzada.
Tras pensarlo un rato agregó:
—Lavaré rápido, es cuestión de acomodar esto —apilaba con torpeza unos trastes desparramados por la hierba negra.
Ambos lo observábamos.
—Prefiero que te recuperes bien. Yo me encargaré —le respondió.
—No, no, no. Lo hago enseguida.
Él agarró su hombro.
—No importa cuan difícil sea, no podemos dejar que nos domine la violencia. Lavaré los trastes.
—Lo siento mucho —susurró avergonzado.
El viento soplaba con fiereza y la temperatura bajaba. Jungkook pasó una ligera mirada por mi plato y le deseó buena noche. Después, decidió apagar la poca luz que brindaba la hoguera con unas pisadas.
—Apresúrate —dijo arremangándose las mangas de su camisola.
Sonreí al ver mi porción terminada. Él apilaba los platos esparcidos en varias direcciones y cuando calculaba que serían transportables los movía al pozo de agua, que quedaba a diez metros de la mitad del campamento, y los depositaba en una canasta. Tomé mi plato y lo coloqué en la boca del pozo junto a los que aún quedaban por ser lavados. Él seguía empecinado en su tarea. Su rostro mostraba algunas huellas de cansancio.
—¿Qué haces? —me preguntó consternado.
Aunque tenía resentimiento por su respuesta indolente, en la mañana, quise ayudarle con los platos. Sus manos eran demasiado ágiles. A veces, aguardaba impaciente por un plato jabonado. Resultaba demandante acoplarme a su ritmo.
—Es complicado entender cómo puedes considerar a los demás de esa forma. Deberías centrarte más en ti.
Editado: 24.11.2024