Abrazo de Alas Negras

2. El Restaurador

Habían pasado once años desde aquel y milagroso momento en las montañas.

El pueblo de Santa Piedad no había cambiado mucho puesto que los mismos habitantes se habían mantenido a lo largo de esa década, salvo que habían envejecido y otros tuvieron hijos.

 

Tal vez el mayor cambio en el lugar era su bella iglesia que se veía descuidada en el terreno de la plaza central. Su torre, la más alta del lugar, le permitía una vista privilegiada de caminos y la pérdida de los límites del pueblo.

 

En uno de sus ventanales rotos, se reflejó el camino de tierra que conducía a las montañas dejando ver una figura equina recorrer aquellas curvas mal dibujadas a paso firme.

 

Sobre el pelaje castaño y algo sudoroso del animal se podía divisar una figura con poncho negro que llevaba dos bolsos a cada lado de las ancas del animal.

 

Los primeros en darle atención al caballo eran los pastores de ganado que paseaban a las vacas en aquel momento.

 

Su sorpresa era obvia al ver al caballo que no reconocían y la figura alta y delgada sobre ella, un total desconocido de su pequeño mundo, en donde Santa Piedad era el centro de él.

 

— ¡Buenos días!— habló el extranjero con voz vivaz y tan amena que alejó cualquier pensamiento negativo que los pastores podrían tener del extraño.

— Buenos días— respondieron en coro los pastores.

— ¿Puedo saber si por aquí llego hasta el convento de Santa Piedad?— preguntó el hombre del caballo.

— Si señor— habló uno de los pastores— este camino conecta con todo el pueblo y el convento se encuentra por el mismo camino, lo reconocerá en cuanto lo vea.

— Muy amables caballeros — agradeció el extraño haciendo un gesto de cortesía con su sombrero.

 

El extraño de negro se despidió de los pastores e hizo un gesto con los pies para que el equino comenzara a moverse, los pastores se quedaron viendo la figura montada hasta que se perdió de su vista.

 

El camino efectivamente conectaba con el pueblo llegando al centro de este, donde había una plaza central que servía de paseo para la gente del lugar o como les gustaba llamarse “los santapiadinos”.

 

La plaza tenía todo lo básico para que la gente se sintiera cómoda y se escuchara bulla buena parte del día. Estaba la municipalidad, una pequeña oficina de correo postal localizada al lado sur de la plaza, un sector de comercio que abarcaba verdulería , carnicería y otros centro de abastos. Los cuales estaban en la esquina norte, un espacio de cafetería, librería y de confección en el este de la plaza y la iglesia del pueblo puesta en el lado oeste.

 

 Siendo que la iglesia no era tan grande como para que abarcara todo ese sector, los terrenos comprometidos de ese lado de la plaza le pertenecían y la parte de atrás a la congregación encargada de ella. Sin embargo, por causas de su lento deterioro causado por el tiempo y un terremoto ocurrido hace unos pocos años, las autoridades del pueblo, así como sus feligreses, decidieron que lo mejor era cerrar las visitas y actividades en el lugar hasta no tener la oportunidad de su reparación.

 

Las misas y otras actividades religiosas comenzaron a ser desarrolladas en una capilla privada de la familia Carvajal, una de las familia acomodadas y más queridas de pueblo que no estaba tan lejos para quienes acudían a las actividades de la iglesia.

 

El resto de trabajo de los religiosos se desarrollaba sin problemas en los terrenos cerca de la plaza, que en su totalidad eran para ayuda al prójimo, en especial niños huérfanos o madres jóvenes sin ayuda que tenían niños pequeños.

 

En el interior de la casa de acogida de la congregación, había una patio central donde los niños solían jugar cuando no estaban atendiendo clases que algunos religiosos y profesores entregaban.

 

En ese mismo momento, había una pequeña discusión generada por un caballito de madera entre dos niños que trataba de quitárselo a otro.

 

Una joven, que se encontraba cuidando a los niños, se dio cuenta de eso inmediatamente.

 

— ¡Pedro, Sebastián! — habló la joven con voz autoritaria— ¿Qué está pasando aquí?

 

— Pedro quiere quitarme el juguete — exclamó uno de los niños.

 

— ¡Porque es mi turno de usarlo!—respondió Pedro enojado.

 

La joven movió su cabeza dejando claro que lo dicho por el niño la dejó pensando.

 

—Sebastián ¿es verdad lo que dice Pedro?—comentó la recién llegada.

 

— ¡Pero quiero usarlo ahora!

 

La joven negó con la cabeza.

 

— Sebastián ¿A ti te gustaría que alguien más, cuando sea tu turno de jugar con un juguete, te lo quitara?

 

Sebastián se quedó pensando y con algo de pena respondió un rotundo no.



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En el texto hay: angeles, religion, monja

Editado: 03.11.2018

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