Abril lo cambió todo

3. El chico sin nombre

Estamos en silencio un momento.

—¿Y no te da ni un poco de curiosidad? —dice él desde algún punto cerca de la puerta. Ya casi ha oscurecido y apenas podemos ver. ¿Por qué no encendimos la luz?

—¿Por qué no encendimos la luz? —le pregunto, extrañada.

—Bueno, en realidad no me refería a eso —responde con un ligero desconcierto—. Ahora la encendemos.

Se acerca a la pared y tantea hasta encontrar el interruptor. La luz se enciende de golpe y su intensidad me hace soltar un quejido.

—¡Apágala! —exclamo, cerrando los ojos con fuerza.

—Mujer, ¿puedes decidirte de una vez? Enciende, apaga… No soy tu perrito.

El interruptor suena otra vez, y de pronto nos quedamos en completa oscuridad. Antes, al menos, había algo de penumbra, pero ahora, después del destello repentino, no veo absolutamente nada.

—Es solo que no esperaba que me molestara tanto en los ojos —murmuro, intentando justificarme.

Él no dice nada.

—Oye, ¿dónde estás? —pregunto en dirección a la oscuridad.

Silencio.

—Sabes que esto no tiene gracia, ¿verdad? —añado, sintiéndome un poco inquieta. No puede haberse ido, estamos en un aula cerrada. Solo está jugando. Y aun así, su silencio me pone nerviosa.

—Bueno, ¿qué se suponía que debía interesarme tanto? —pregunto, sin muchas esperanzas de recibir respuesta.

—Piensa un poco —su voz surge de repente justo delante de mí.

—¿Puedes dejar de asustarme así? —murmuro, sobresaltada y molesta.

—Tú misma pediste apagar la luz.

—He cambiado de opinión

—Pues es tu problema. Si quieres, enciéndela tú.

De acuerdo, pienso. Me pongo de pie. Camino.

Y de repente, choco de lleno contra él. Él me rodea con el brazo por reflejo. Y me quedo sin aliento por su intenso y masculino aroma.

Me aparto bruscamente y, en el proceso, tropiezo con una mesa. La mesa se tambalea y cae, pero antes de que yo siga su destino, él consigue sujetarme por la muñeca en la oscuridad y me atrae hacia sí.

—¿No me mutilaste allí, y ahora decidiste terminar aquí? —murmuro, quejándome.

—¿Por qué tuviste que apartarte así de mí? —dice él, molesto. —¿Te hiciste mucho daño?

—Estoy bien. Pero esto seguro me va a dejar un moretón.

—Déjame ver —insiste.

—Está en la zona del trasero. ¿En serio quieres verlo?

Silencio.

Estúpida pregunta. Pero ya era tarde para retractarme. ¿Qué hombre no querría echar un vistazo a un buen trasero?

Estamos en silencio un momento.

—¿Entonces, cuál era la pregunta que querías hacerme? —recuerdo nuestra conversación mientras me froto el trasero adolorido. Tal vez a la tercera va la vencida y por fin lo descubriré. Ya hasta me da curiosidad saber qué debería interesarme.

—¿No lo adivinas, Ulyana? —resalta mi nombre a propósito, y entiendo a qué se refiere. Pero cuando lo escucho pronunciado con su voz profunda y grave, me quedo inmóvil por un instante, sintiendo cómo un escalofrío recorre mi piel.

¡Uf, qué tontería! ¡Escalofríos así solo me dan por Antón! Me sorprendo al darme cuenta de que la última vez que pensé en Antón fue hace como una hora.

Mis ojos ya se han acostumbrado un poco a la oscuridad, y distingo con claridad la silueta de su cuerpo.

—¿Y bien? —insiste el chico.

—Quieres saber si me interesa saber cómo te llamas.

—¡Aleluya! —exclama con exageración—. ¡Gracias a todos los dioses por tu perspicacia!

—¿A qué viene esa ironía? Simplemente no tuve tiempo de preguntar —respondo, algo incómoda.

—Ajá. Dos horas enteras estuviste tan ocupada que no pudiste preguntar mi nombre.

—¿Ya pasaron dos horas? —me sorprendo—. Ya debería estar pasando el guardia, hay que escuchar sus pasos. —Me giro hacia la puerta.

—Y otra vez nos desviamos del tema —murmura él, tomándome del codo y girándome de nuevo hacia él. Me da la impresión de que está un poco irritado.

—¡Pues dilo de una vez! Has montado aquí todo un drama de "lo digo, no lo digo". ¡Ni siquiera te pregunté si te interesa saber mi nombre!

Se escuchan pasos en el pasillo y el tintineo de unas llaves. Nos lanzamos hacia la puerta—yo, por alguna razón, más rápido que él—y empezamos a golpearla con las manos.

—¡Estamos aquí!

—¡Ábranla! ¡Nos dejaron encerrados!

La puerta se abre y un guardia nos mira sorprendido. Desde el pasillo nos envuelve una luz tenue.

—¿Y ustedes por qué estaban a oscuras? —dice, encendiendo la luz de la sala. Me quejo, cerrando los ojos de golpe.

—La señorita tiene los ojos sensibles —bromea el chico sin nombre con mucho ingenio.

—Bueno, jóvenes, los acompaño hasta la salida —dice el guardia—. Todavía tengo que revisar los pisos, y la puerta no se cerrará sola detrás de ustedes.

Salimos de la universidad. Afuera, la noche ya es cerrada, y solo las farolas solitarias iluminan las aceras y las calles.

—¿Dónde vives? —me pregunta.

—Aquí cerca. A unas cuadras.

Siento una ligera melancolía. A pesar de todo, no me arrepiento de haber pasado dos horas encerrada con este chico. Hay que admitirlo, me divertí con él.

—Vamos, te acompaño —dice, empezando a caminar, y yo lo sigo.

—¿Y cómo sabes en qué dirección voy?

—Bueno, esta es la salida a la avenida principal. Es lógico.

Salimos a una avenida aún bulliciosa y caminamos por la acera.

—Pero si todavía tienes que ir a ver a tu novia hoy —le recuerdo. Veo cómo intenta contener la risa.

—¿Qué? —pregunto, confundida.

—Dani es Daniel, mi amigo. Íbamos a ir a la sauna.

Lo miro sorprendida.

—Pero por mi culpa no alcanzaste a ir.

—Y eso por qué? Te acompaño a casa y voy. Está abierta toda la noche.

—Ya veo. Entonces, ¿cómo se llama tu novia? —¡No puedo creer que acabo de preguntar eso!

—O sea, ¿te interesa saber el nombre de mi novia, pero no el mío?

—¡Por Dios! ¡Dímelo de una vez! Tiene que ser un nombre épico.

Su bolsillo explota con un tono de llamada ensordecedor. Cierro los ojos, inhalo hondo y exhalo lentamente, tratando de no irritarme.




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