2003
Era el primer día de preparatoria. El cielo estaba gris, cubierto de nubes que parecían cargar todo el peso del mundo, como yo. El aire olía a tierra húmeda, como si el universo quisiera llorar conmigo todo lo que no me había atrevido a soltar. Afuera, el murmullo de estudiantes nuevos se mezclaba con risas nerviosas y pasos acelerados que resonaban en el eco de los pasillos húmedos. Entré al salón 2-B con el corazón latiendo más rápido de lo normal, tratando de ocultar mis nervios bajo una mirada serena que claramente no me salía del todo.
Las bancas estaban algo rayadas, el pizarrón aún tenía polvo de gis viejo, y el ventilador en el techo giraba lentamente con un chillido que cortaba el silencio. Observé todo, intentando mantenerme en mi mundo, queriendo pasar desapercibida, pero entonces... ahí estaba él. Sentado en la tercera fila, camiseta blanca, mochila desgastada y esa sonrisa ladeada como si ya supiera algo que yo no. Me miró. Su mirada era directa, sin titubeos, y en ese momento entendí que algo iba a pasar.
¿Por qué yo?, pensé. De todas las personas, ¿por qué me habló a mí? Se acercó como si nada, con esa seguridad que desarmaba cualquier muralla. Su voz era suave pero firme. Dijo su nombre, me preguntó el mío. Y aunque yo solo quería hacer amigos, algo en su manera de mirarme-como si ya me conociera de antes-me hizo bajar la guardia. Me reí. Él también. Desde esa tarde empezamos a sentarnos juntos, a compartir secretos, risas, miedos.
Lo que comenzó como una amistad terminó como una historia que, aunque parezca cliché, se volvió el principio de muchas heridas. Fui su primera novia. Me entregué a él como si no existiera otra cosa. Me obsesioné. Lo idealicé. No veía sus errores porque los míos me cegaban. Me decía a mí misma que lo amaba, pero en realidad lo necesitaba, como si sin él no pudiera respirar.
Y así pasó... él comenzó a desconfiar. Me cuestionaba todo. Revisaba, dudaba, se alejaba y regresaba. Yo lo justificaba, una y otra vez. Mientras tanto, mi mente se deshacía en silencio. Me aferré, aún sabiendo que me estaba perdiendo. Él también se rompía. Éramos dos personas heridas intentando salvarse mutuamente sin saber nadar. Luchábamos contra una corriente que solo nos arrastraba más profundo. Al final, solo quedó mi corazón... vacío. Una desilusión flotando en la realidad que nunca se cumpliría. La fantasía que nunca fue destino.
---
2005
Dos años después... ya no era la misma.
El viento soplaba más ligero esa mañana. Mis pasos resonaban en el pasillo de la preparatoria mientras el sol comenzaba a colarse entre las hojas de los árboles. El cielo era claro, como si me diera permiso de respirar de nuevo. Había comenzado terapia psicológica. Iba lento, pero avanzaba. Cada semana era un paso más lejos del abismo donde me había arrojado por amor.
Pero no era fácil. El espejo era mi peor enemigo. Cada mañana me miraba con desprecio. El acné había invadido mi rostro como un castigo silencioso. Me decía a mí misma: "Me veo horrible", y esas palabras se volvían parte de mi piel. Mi peso fluctuaba como mis emociones, subía, bajaba... y aunque nadie lo notara realmente, yo me veía como una sombra deformada de lo que quería ser. "Me veo gorda", repetía. No por vanidad, sino porque la autoestima estaba hecha pedazos.
Aun así... algo había cambiado.
Académicamente estaba brillando. Nadie frenaba mi creatividad como antes. Me sentía libre de decir lo que pensaba, de crear, de imaginar sin el peso de un "no puedes". Había aprendido a poner límites. Aprendí a soltar amistades que drenaban, relaciones que solo restaban, comentarios familiares que antes me desgarraban.
Mi padre, aunque lo amaba, decía cosas que me atravesaban el alma como dagas. Sus palabras eran duras, crudas, casi crueles. Pero un día me detuve frente a él, respiré hondo y me dije: "¿Por qué tengo que cargar con el veneno de alguien que no sabe sanar su propia guerra?" Y entonces puse un alto. Dejé de callar. Dejé que el respeto propio hablara por mí. Porque sí, cuando pones límites, la gente empieza a verte distinto. Ya no como alguien débil, sino como alguien que se eligió.
Y desde ahí... empezó el verdadero proceso.
No fue fácil. Había días de recaída. Días en los que volvía a llorar por aquel primer amor. Días donde me sentía una basura frente al espejo. Pero también había días donde respiraba paz, donde sonreía sin culpa, donde me abrazaba a mí misma sin rencor. Porque sanarse no es de un día, es de todos los días.
Mitad de 2005
La preparatoria había cerrado sus puertas por vacaciones, y con ellas, el caos que me acompañaba en los pasillos, en los trabajos, en las miradas que siempre parecían juzgar. Por primera vez en mucho tiempo, el mundo se había quedado en silencio... y ahí, en esa calma, surgió algo que no esperaba: yo misma.
Pasaba horas en mi cuarto. El ventilador zumbaba como una canción constante, mientras yo me recargaba en la cama con mi celular en mano, un Motorola, navegando por horas en Pinterest desde la computadora de escritorio, robándole internet al vecino con una contraseña que logré adivinar después de muchos intentos. Ahí, entre imágenes de chicas con cortes atrevidos, maquillaje sutil y ropa que jamás me habría atrevido a usar antes, empezó el cambio.
Al principio dudaba... ¿y si piensan que lo hago por llamar la atención? ¿Y si dicen que quiero ocultar mi verdadero yo? ¿Qué tal si no soy suficiente, ni siquiera con un nuevo look?
Pero luego... me cansé de dudar.
Empecé con lo más simple. Me paré frente al espejo del baño, ese que tenía las esquinas descarapeladas y siempre se empañaba después de la ducha. Observé mi rostro con detenimiento. Me quedé viendo mis ojos, mis ojeras, el pequeño brote de acné en la barbilla, mi cabello ondulado y algo rebelde. Respiré hondo.
"Vamos a intentarlo", me dije.
Busqué videos de maquillaje suave, natural, nada cargado. No quería verme como esas chicas que usaban pestañas postizas tan grandes que parecían abanicos. No quería labios rojos ni uñas kilométricas. Quería algo que me hiciera sentir bien, no que me disfrazara. Aprendí a usar un poco de corrector, un delineado suave, algo de rubor y bálsamo en los labios. Al principio me temblaban las manos. La brocha no sabía a dónde ir, pero cada día, lo hacía mejor. Y cuando terminé mi primer maquillaje completo, me miré al espejo... y sonreí. No fue una sonrisa de euforia, fue sutil, pero sincera.
#5674 en Novela romántica
#470 en Joven Adulto
#segundasoportunidades, #drama #suspenso #esperanza, #romanceuniversitaro
Editado: 11.04.2025