Y allí se mantiene en pie, firme. Desafiante bajo la lluvia como un titán. Fiero. Blandiendo su mortífera hacha de doble filo con una fuerza descomunal. El formidable Lord Jon Umberland, "Big" Jon. Un feroz gigante de casi dos metros de altura abiréndose paso en el corazón de la pelea como si fuera indestructible, inmortal. Su cabeza sobresale de entre todas las demás, rodeada de enemigos, y casi me parece escuchar el sílbido de su hacha cortando algo más que el aire. Nuestra vanguardia resiste, en gran medida, gracias a su coraje, que se contagia a todos los que le acompañamos.
Mientras avanza, va dejando tras de sí un camino salpicado de sangre, de escudos reventados y de cuerpos malheridos. De súplicas y quejidos. De viudas, de huérfanos. Un camino que el resto de nosotros nos apresuramos a asegurar, guardándole las espaldas, cubriendo los flancos y empujando junto a él para destrozar la línea defensiva que han plantado en nuestra tierra los perros de presa de los Osprey. "¡Mantened la formación y seguid presionando!", la voz de Jon Umberland resuena poderosa como un trueno en mitad de la tormenta.
Los Osprey, escoria prepotente venida de más allá del Gran Flod. Una familia tan ladina como lo fueron siempre sus principios; usurpadores carroñeros que han edificado su imperio y acumulado riquezas gracias a la codicia y a la traición. Y allí estamos nosotros, humildes hombres del frío Norte haciéndoles frente y combatiendo con todo lo que tenemos por un miserable terruño de tierra húmeda que la casualidad ha querido convertir en un punto estratégico por el que transitan nuestras rutas de abastecimiento y que resulta clave para mantener abiertas las vías de comunicación.
Logro deshacerme de otro pobre desgraciado que aparece de pronto en mi camino con cara de no saber cómo ha acabado aquí. Quién sabe, tal vez un campesino, un herrero o un curtidor, da lo mismo. No lo pienso demasiado: son ellos o yo. La guerra no entiende de clemencia. Trato de recuperar el aliento y dar una pequeña tregua a mis agarrotadas piernas; respiro hondo y, durante un instante, observo un campo de batalla que siempre acaba sembrando el paisaje de cadáveres para que la Fría Guadaña recoja su macabra cosecha y pienso que, en esta ocasión, tampoco será diferente.
De pronto, no sé por qué, añoro el aroma del pan que horneaba cada mañana mi padre. No quiero morir hoy.
Jon Umberland vuelve a gritar, aunque más bien es un rugido ensordecedor, alentándonos para continuar avanzando por un terreno cada vez más pesado, blando y resbaladizo por culpa de una lluvia incesante, el sudor y la sangre. Puedo escuchar su atronadora voz por encima de los enloquecidos latidos de mi corazón desbocado, por encima de los gritos, de los resoplidos y de las maldiciones de los soldados, por encima de la extraña sinfonía que componen el entrechocar del acero y el crujir de los escudos de madera endurecida. Ahora entiendo por qué le apodan "Big" Jon y puedo ver, de primera mano, su temible y merecida reputación manejando el acero. Por un momento, en medio de tanta brutalidad, un tímido rayo de sol le ilumina y me parece estar ante una especie de figura mítica, un guerrero legendario.
Aprieto los dientes y saco fuerzas de donde ya no me quedan, fuerzas que ni pensaba que todavía tuviera, para ignorar el dolor lacerante en el antebrazo y el fuego que hace arder el interior de mis pulmones. No puedo más. Estoy agotado. Los brazos pesan como piedras, pero vuelvo a embestir. Inesperadamente, una lanza se engacha en mi jubón, llevándose por delante un pedazo de ropa, pero sin cortar piel ni carne. Nervioso, intento liberarme como puedo, pero cometo el estúpido error de perder de vista a mi adversario. Sin previo aviso, un golpe seco descarga como un martillazo contra mi sien. Todo sucede en cuestión de segundos. Me tiemblan las piernas, las siento como de paja, y a mi alrededor todo comienza a moverse lentamente al mismo tiempo que se amortiguan los ruidos y el griterío. Caigo de rodillas. Mis ojos, de repente, lo ven todo de color rojo e instintivamente me llevo la mano a la zona en la que he recibido el golpe. Estoy sangrando.
Dioses, cómo me gustaría estar en casa.
— ¡Arriba, soldado! — una mano enorme me agarra del brazo y tira de todo mi cuerpo, alzándome sin problemas, como si fuera un saco de harina — Ya casi los tenemos, un último esfuezo, hijo. ¡Estos bastardos malnacidos probarán de qué madera estamos hechos la gente del Norte!
Cuando levanto la vista, me doy cuenta de que es la manaza de Jon Umberland la que me ha levantado. Como puedo, me incorporo del todo y pequeñas agujas de dolor se clavan en cada centímetre del mi cuerpo reventado. Vuelvo a aferrar la espada. Pesa más que nunca.
Echo de menos a mi madre.
— ¿Estás preparado, chico? — me mira, sonríe y me guiña el ojo. Su sonrisa es franca, no parece estar muy preocupado. Incluso me atrevería a decir que se está divirtiendo.
— No... no ha sido nada, solamente un arañazo superficial — miento al mismo tiempo que vuelvo a embrazar mi escudo. Me trago y ahogo en mi interior bocanadas de dolor.
— ¡Muy bien, así me gusta, esta es la actitud! — me da una sonora palmada en la espalda que casi me desmonta — Los jinetes de Lord Lonestark han conseguido abrir una brecha por el flanco izquierdo del ejército de los Osprey y debemos aprovechar la ocasión para acabar con esos hijos de mala madre. No creo que tengamos otra oportunidad así.
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crudeza violencia y desesperacion, batallasepicas, espadas y guerreros
Editado: 12.08.2025