El salón Principal estaba en penumbras. Empujé las puertas y mis pasos se detuvieron en seco. El golpe de la escena fue visceral.
Ahí estaba ella. Magdalena Ramírez, la virtuosa pianista que me había cautivado desde su debut, sentada en el centro del escenario, rígida, inhumana. Sus manos descansaban sobre las teclas del enorme piano negro. Parecía una marioneta abandonada tras una actuación grotesca.
Una luz tenue la bañaba, proyectando sombras fantasmales sobre su pálido rostro. Su cabeza inclinada, su vestido blanco manchado con una mancha oscura y ominosa. Algo en su postura me hizo entender que esto no era un simple asesinato. Era un mensaje. Frío. Calculado. Un espectáculo de muerte.
Avancé con cautela, la tensión erizándome la piel. Sus dedos, colocados sobre las teclas de manera antinatural, no tenían la tensión de un músico en plena interpretación. Al acercarme más, el horror se hizo nítido. Cada falange estaba fracturada. Sus dedos, rotos con una precisión quirúrgica, habían sido cosidos con un hilo grueso y oscuro. La crudeza del contraste entre la sutura y la palidez de su piel me revolvió el estómago. Un sudor frío recorrió mi frente. Esto no era un asesinato común. Esto era una obra de terror meticulosamente planeada.
Junto al piano, una partitura abierta. Pero no era música lo que contenía. Sus líneas me parecían erráticas, como un patrón cifrado. Inclinando la cabeza, intenté descifrarlo.
¿Un mensaje? ¿Un código?
Algo brilló cerca de sus pies. Me agaché y lo tomé. Un zarcillo dorado; pequeño y delicado. Pero no era de la víctima.
El sonido de la cámara de mi compañera interrumpió mi análisis. Luego, el murmullo de los oficiales. Minutos después, el cuerpo de Magdalena fue llevado a la morgue. Horas más tarde, la llamada de Vargas, el forense, confirmó mis sospechas.
—Detective Molletones, los resultados de la autopsia son… perturbadores.
—Estaré ahí en media hora.