Al llegar, Vargas me guio hasta el cadáver cubierto por una sábana blanca. Con un movimiento lento, la retiró.
—Encontramos una sobredosis de un barbitúrico poco común. Fue administrado por vía intravenosa, pero no lo suficientemente rápido para matarla al instante. Aunque eso no es lo peor.
Hizo una pausa, como si dudara en continuar.
—Los dedos de la señorita Ramírez… Las fracturas fueron hechas mientras aún estaba viva. Y el hilo con el que fueron cosidos… es de tripa de gato. Un material antiguo y casi imposible de conseguir. Además, hallamos restos de sustancias extrañas en las heridas de su espalda y cuello. Una de ellas es veneno de escorpión. La otra aún no podemos identificarla.
Mi estómago se revolvió. Imaginé el dolor indescriptible que debió soportar.
—Eso no es todo —continuó Vargas—. Sus cuerdas vocales fueron quemadas con una sustancia corrosiva. No podía gritar. No podía pedir ayuda.
Inspiré hondo. Sentí un frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la morgue.
—¿La marca en su cuello? ¿De dónde provenía la sangre?
—La marca es precisa. No hay signos de lucha ni desgarros en la piel. No es un estrangulamiento común. Es como si el asesino supiera exactamente dónde y cómo aplicar la presión.
—Alguien con conocimiento en anatomía humana.
Vargas asintió.
—Definitivamente. Además, encontramos pequeñas partículas de polvo de tiza en la marca del cuello. Es el tipo de tiza que se usa en tacos de billar.
Fruncí el ceño.
—En el teatro no hay mesa de billar.
—También encontramos la fuente de la sangre —prosiguió—. Había una incisión minúscula justo bajo la línea de la mandíbula; limpia, precisa. Lo suficientemente pequeña como para pasar desapercibida, pero lo bastante profunda para cortar una arteria menor y causar la mancha que viste. Además, allí también había veneno de escorpión. Fue hecho post mortem.
El asesino se tomó su tiempo.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Esto no era solo un crimen. Era una obra macabra, una sinfonía de sufrimiento.