Acordes del destino

Carta sellada

El día que llegó la carta, el cielo amaneció cubierto de nubes rosadas, como si el amanecer también intuyera que algo estaba por cambiar.

Selene encontró el sobre en el alféizar de la ventana, sostenido por una piedra envuelta en hilo dorado. No había mensajero a la vista, pero junto a la carta, alguien —o algo— había dejado un pequeño paquete envuelto en lino blanco.

Vivía con su abuela paterna en una casa inclinada sobre las colinas de Mirtel, donde el viento cantaba entre las chimeneas y el reloj de pared siempre se retrasaba cuando llovía. La abuela Altea era una mujer de carácter firme, voz rasposa y manos suaves solo cuando tejía. Desde que su madre se había marchado, había sido su único refugio.

Su madre, Eleonora, se había casado con un hombre de sociedad en el continente de Ardemia. Una historia de amor o de conveniencia, nadie sabía bien. Desde entonces, solo mandaba cartas esporádicas, frías y perfumadas, como si quisiera mantener su presencia viva, pero lejana.

El sobre que Selene sostenía entre los dedos era distinto. Más pesado. Sellado con cera azul y letras inclinadas con exceso de cuidado.

Con manos temblorosas rompió el sello.

> Selene:

El tiempo ha llegado. Tu compromiso ha sido acordado con un joven de reputación impecable. Te espero en la ciudad de Liran, capital de Ardemia. Prepara tu viaje con la mayor diligencia. El futuro que te pertenece ya está escrito.

—Eleonora D’Averell

Selene se quedó un momento quieta, leyendo y releyendo la carta mientras el viento de la mañana bailaba en los encajes de las cortinas. A su lado, el paquete parecía esperar con la paciencia silenciosa de los objetos importantes.

Lo abrió.

Dentro, cuidadosamente doblado, había un vestido de lino fino color marfil. Simple, sin bordados, pero de una tela tan suave que parecía hecha de agua y luz. Junto a él, una pequeña nota escrita con la misma caligrafía altiva:

> “Espero que lleves esto para tu llegada. Que no te falte decencia ni presentación.”

La carta y el vestido ardían en su pecho con una mezcla extraña de orgullo herido y nostalgia agria. Apretó los labios y guardó ambos en el fondo de un cajón, debajo de los pañuelos de su abuela.

Esa misma tarde, Selene bajó al pueblo. Quería ver a Eliot antes de que se fuera.

Eliot era su amigo de la infancia, uno de los pocos rostros que no cambiaban en el ir y venir del tiempo. Iba a unirse al ejército al día siguiente. Llevaba tiempo hablando de ello como si fuera la única salida que tenía, pero a Selene siempre le pareció que lo hacía con más resignación que valentía.

Lo encontró en la plaza, sentado bajo la estatua del Gran Cuervo de Mirtel, afilando una vieja daga mientras silbaba distraído.

—¿Vienes a despedirte? —preguntó sin mirarla.

—Vengo a decirte que me voy también —dijo Selene, sentándose a su lado—. Ardemia. Mi madre me ha comprometido. No sé con quién. Ni por qué. Solo… que debo ir.

Eliot dejó de silbar. La miró, sorprendido. Sus ojos grises, siempre medio nublados, se despejaron por un instante.

—¿Te vas… por obligación?

—No. Me voy porque algo me dice que debo ir. No por ella. No por ese hombre. Sino porque hay cosas que necesito entender.

Se quedaron en silencio unos minutos. Un niño pasó corriendo por la plaza, cantando a viva voz una canción antigua:

—Deténgase, soldado, una pregunta le quiero hacer,
¿Usted no ha visto a mi marido que a la guerra un día fue?

Selene miró al niño mientras pasaba. Esa canción la había escuchado desde pequeña, pero ahora, desde hacía semanas, algunas tonadas como esa parecían vibrar diferente. Como si despertaran algo dormido dentro de ella.

—Espero que vuelvas —dijo Eliot, al fin.

—Espero que también lo hagas tú —respondió ella, y aunque no se abrazaron, ambos supieron que esa era una despedida más profunda que muchas otras.

Esa noche, Selene subió al altillo y sacó la vieja caja de madera que había pertenecido a su padre. Dentro, aún estaban el mapa que le dibujó de niña, la brújula solar que siempre marcaba al norte aunque lloviera, y su cuaderno de canciones.

Se quedó sentada en el suelo, con la caja abierta, recordando.

Recordó la risa de su madre, suave y musical, cuando aún vivían los tres juntos. Las caminatas por el bosque, las canciones que le cantaba mientras le trenzaba el cabello, la forma en que su padre le tomaba la mano a ambas. Y también el día en que todo cambió: su madre vestida de gris, el silencio de la despedida, el carruaje que se alejaba sin mirar atrás.

Desde entonces, la abuela Altea había sido su faro.

Y ahora, sin entender del todo por qué, sentía que debía salir a buscar algo que había quedado inconcluso. Tal vez una historia. Tal vez una canción.

Al amanecer, se preparó.

Guardó el mapa, la brújula, el cuaderno. El vestido marfil, aunque no pensaba ponérselo. La capa tejida por Altea, que según decía “aguanta la lluvia, la nieve y hasta los malos pensamientos”. Y un frasco con polvo de pétalos secos que no recordaba haber recogido, pero que encontró entre sus cosas con una nota de la abuela: “Para cuando necesites que te escuchen.”

Antes de salir, Selene miró su reflejo en el espejo: ojos como el musgo después de la lluvia, cabello trenzado con cintas verdes, y una firmeza en el rostro que no había tenido antes.

Cruzó la puerta sin hacer ruido.

El mundo la esperaba.
Y también sus canciones.



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En el texto hay: amor, canciones dedicadas

Editado: 25.07.2025

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