El viaje al puerto fue más corto de lo que Selene esperaba. Las ruedas del carruaje crujían con suavidad sobre la grava, y el paisaje se abría en campos dorados y aldeas pequeñas, salpicadas de torres inclinadas y niños corriendo con cometas de papel.
Cuando el conductor anunció su llegada, el mar ya se adivinaba en el aire salado que subía desde las callejuelas. Pero al presentarse en la oficina del puerto, le informaron que el barco hacia Ardemia no zarparía hasta dentro de dos días.
—Vientos del este —explicó el encargado, encogiéndose de hombros—. El capitán no quiere tentar la suerte.
Selene agradeció sin protestar. No le molestaba esperar, pero tampoco podía costear una posada. Fue entonces cuando recordó el nombre que la abuela Altea le había dicho antes de partir: Agatha Sorel, una vieja amiga de su madre, que vivía en la ciudad portuaria y que, según la abuela, aún guardaba cierto cariño por los D’Averell.
Agatha vivía en una casa de dos pisos con jardín de menta y geranios. No era rica, pero tenía buen gusto: muebles antiguos bien cuidados, jarrones pintados a mano y una cocina que siempre olía a pan con nueces. Recibió a Selene con los brazos abiertos, como si la hubiera estado esperando.
—Tienes los ojos de tu padre —dijo Agatha, sonriendo con ternura—. Y esa forma de quedarte callada, también.
Le ofreció alojamiento sin pedir nada a cambio. Esa noche, cenaron sopa de cebolla y pastel de manzana, y Selene se sintió extrañamente en casa.
Fue entonces cuando escuchó una voz suave, desde lo alto de la escalera.
—¿Quién eres?
Era una niña de unos ocho años, envuelta en una manta de lana. Tenía el cabello muy claro y la piel tan pálida como la porcelana. Agatha se volvió hacia Selene con una expresión triste.
—Ella es Nicole —dijo en voz baja—. Mi nieta. Está enferma del corazón. No puede salir. Vive desde hace meses junto a la ventana, imaginando el mundo.
Selene conoció la habitación de Nicole al día siguiente. Era una pieza cálida, llena de muñecas, libros ilustrados y una gran ventana desde la que se veía el puerto y el parque donde jugaban los niños del barrio.
Nicole los observaba con atención. A veces los imitaba en voz baja. Otras, dibujaba lo que imaginaba que hacían: búsquedas del tesoro, carreras de escobas, aventuras en cuevas escondidas.
—Mi mamá me regaló esta muñeca cuando aún podía caminar —le dijo a Selene, mostrándole una figura de trapo vestida con una túnica azul cielo—. Yo la peino, la cuido y le invento canciones.
Selene la tomó con delicadeza. El rostro bordado estaba deshilachado por los besos, y el vestido azul había sido remendado con hilos de diferentes tonos.
Fue entonces cuando recordó la canción.
"Tengo una muñeca vestida de azul,
con su camisita y su canesú..."
No la cantó. Pero las palabras aparecieron en su mente con fuerza. Como si Nicole fuera esa muñeca, mirando el mundo desde su rincón, soñando con vivir lo que otros viven sin pensar.
Pasaron la tarde hablando de cuentos y estrellas. Nicole le pidió que le leyera uno, pero se durmió antes de terminar el primer párrafo.
Esa noche, Selene no pudo dormir.
El mar murmuraba desde lejos, pero otro sonido empezó a crecer dentro de ella: una melodía que no venía de afuera, sino de muy, muy adentro. La misma tonada que había recordado con la muñeca. Pero ahora más lenta, más suave. Casi como una oración.
"Tengo una muñeca vestida de azul..."
Se levantó y caminó descalza por la casa hasta llegar al cuarto de Nicole. La niña dormía agitadamente, con las mejillas encendidas y la respiración corta. Agatha, que la velaba en silencio, la miró con ojos cansados.
—Empezó esta tarde. Como otras veces. Los médicos dicen que no hay cura… solo descanso.
Selene se acercó al borde de la cama. Se sentó y tomó la mano de Nicole.
Y entonces la música dentro de ella se hizo más clara. No la cantó. Solo la pensó. O la sintió. Pero las notas salieron de su pecho como un murmullo invisible, como un río de voz sin palabras.
"Tengo una muñeca vestida de azul..."
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Nicole. Y luego, su respiración se volvió más pausada. El temblor de sus dedos se detuvo.
Agatha la observó con los labios entreabiertos.
—¿Qué hiciste?
Selene no supo qué responder. Solo sabía que algo en esa melodía había tocado a la niña. Como si las canciones que había aprendido desde pequeña, las que creía juegos sin sentido, tuvieran un poder que apenas estaba empezando a entender.
Por la mañana, Nicole ya estaba sentada en la cama, más despierta, con las mejillas suaves y una sonrisa tímida.
—Soñé que volaba con mi muñeca —le dijo a Selene—. Y que tú también estabas ahí. Tenías alas. De verdad.
Selene no supo qué decir. Pero sintió que, por primera vez, una canción la había respondido desde el mundo.
Quedaban muchas más por cantar.
Y muchas más heridas por sanar.