El puerto despertaba con bruma y campanadas. Selene, con el corazón latiendo como una campana propia, subió al Viajero de Ámbar, un barco de velas desplegadas como alas de gaviota y cubiertas de madera encerada que brillaban al sol.
La nostalgia de Agatha y Nicole aún pesaba en su pecho, pero el viento del mar le susurraba que todo iba en movimiento. El continente era grande. Las historias apenas empezaban.
—¿Tú también vas a Ardemia? —le preguntó una voz femenina.
Selene giró. Una joven de cabello oscuro y mirada nerviosa se apoyaba contra un barril. Vestía con sencillez, pero el lazo rojo en su trenza hablaba de cierta esperanza obstinada.
—Sí —respondió—. Me llamo Selene.
—Mireya —dijo la otra—. Estoy aquí por… por el capitán del barco.
Selene no tuvo que preguntar más. La confesión brotó como una represa rota.
—Lo conocí en un viaje hace tres lunas. Fue breve, pero intenso. Me escribió un poema en una servilleta. Me dijo que nunca había conocido a alguien como yo… y que me esperaría.
—¿Y lo hizo?
—No. Pero hoy, cuando subí al barco… me abrazó. Y me dijo que pensó en mí todo este tiempo. ¡Selene! ¿Qué significa eso? ¿Me ama?
Poco después, Selene la vio: Isolda.
Cabello dorado, guantes de encaje, y un aire tan perfecto que parecía hecho por manos de porcelana. Llegó en una góndola privada y subió al barco sin mirar a nadie, como si todo le perteneciera.
Los rumores flotaron como espuma.
—Es la hija de un diplomático del norte…
—Viaja con la protección del capitán desde hace meses…
—Dicen que le pidió matrimonio en un baile privado…
Mireya no necesitaba escuchar esos murmullos para saberlo. Lo leyó en la forma en que Isolda y el capitán se miraron: como dos personas con historia.
Los días siguientes fueron un vaivén de miedos, esperanzas y pequeños gestos cargados de significado.
Mireya rondaba la cubierta, a veces convencida de su lugar en el corazón del capitán, a veces temblando de dudas. Isolda no pedía explicaciones, ni se mostraba celosa. Se movía como si ya hubiera ganado.
Y el capitán… sonreía. Demasiado. A ambas.
Selene observaba desde los márgenes. Hasta que una tarde, en medio de una pequeña fiesta improvisada en la cubierta, un niño de la tripulación trepó sobre un barril y cantó, al ritmo de las palmas:
—Un capitán, una capital, de un barco, de un barco…
A cada puerto lleva una mujer…
La rubia, la rubia, sensacional, sensacional…
Y la morocha nunca está de más…
Y si ven, y si ven, casándome, casándome…
Yo les diré cuál me gusta más…
Todos rieron, excepto Mireya.
Selene sintió que algo se quebraba. Como si la canción fuera más que un juego. Como si repitiera una verdad que todos sabían, pero nadie decía.
Más tarde, encontró al capitán solo, en la sala de mapas.
—¿Estás enamorado de alguna de ellas? —preguntó sin rodeos.
El capitán levantó la mirada. Ya no había sonrisa.
—No lo sé. Ambas me despertaron algo. Pero ahora… me siento dividido. No quiero herirlas.
—Entonces sé honesto —dijo Selene—. Aunque duela. El mar no perdona la indecisión.
A la mañana siguiente, el aire era denso. Todos lo sentían: un desenlace se avecinaba.
Mireya e Isolda fueron llamadas por separado. Selene no supo lo que se dijo. Solo vio a Mireya regresar con los ojos vidriosos… y un dejo de paz. Luego a Isolda, caminando con el mentón en alto.
Ninguna volvió a buscar al capitán.
Esa noche, cuando el barco cortaba las aguas bajo un cielo cargado de estrellas, el mismo niño volvió a cantar. Más lento esta vez. Más claro. Como si la melodía viniera de otro lugar.
—Un capitán, una capital… de un barco… de un barco…
A cada puerto lleva una mujer…
La rubia, la rubia… sensacional… sensacional…
Y la morocha… nunca está de más…
Y si ven… y si ven… casándome… casándome…
Yo les diré… cuál me gusta más…
Selene cerró los ojos. Algo en su pecho vibró como una cuerda pulsada por el viento. Y entonces lo supo: esa canción no era una burla, era un espejo. Una llave. Las palabras que el capitán no podía encontrar estaban ahí, en esa música que todos consideraban infantil.
Fue hasta él. Lo encontró solo, mirando al mar.
—La canción… —le dijo—. No es sobre elegir entre dos mujeres. Es sobre tener el valor de decir la verdad.
El capitán la miró, con una comprensión súbita en los ojos.
—Entonces es hora —dijo.
Y por fin, dio el paso.
Subió a cubierta, entre las sombras, y alzó la voz:
—Tal vez… aún no estoy listo para el amor. Pero sí para ser sincero.
La cubierta enmudeció.
Mireya alzó la vista desde un rincón. Isolda cruzó una pierna con elegancia.
El niño, sin saberlo, acababa de terminar su canción.
Y Selene, de pie bajo las velas, sintió que una puerta más se abría en su viaje.