Acordes del destino

El canto del mar

El mar tenía su propio ritmo. En los días calmos, era como si el barco se deslizara por un suspiro de agua. En las noches cerradas, en cambio, el océano parecía contener secretos demasiado antiguos para ser contados. Selene lo escuchaba siempre, con atención. A veces, las olas le susurraban cosas que no entendía pero que aún así le reconfortaban, como un idioma perdido que de niña había conocido sin saberlo.

Ya lejos del último puerto, el Viajero de Ámbar avanzaba hacia el corazón del mar. Durante las horas de sol, Selene pasaba tiempo en cubierta con Mireya. Desde la noche en que la ayudó a enfrentar su corazón enamorado, la joven morocha se había vuelto una compañía constante y brillante. Tejían, hablaban, compartían frutas y palabras, y muchas veces reían sin razón aparente.

Selene había empezado a sentir que viajaba en un espacio suspendido fuera del tiempo. Lejos de su madre. Lejos del compromiso que le habían impuesto. Lejos de su infancia. Cerca, por fin, de sí misma.

La noche en que todo ocurrió no tenía luna. El cielo parecía cubierto con una manta negra sin puntadas de luz. Incluso el mar, siempre vivo y ruidoso, estaba silencioso. Demasiado silencioso.

Entonces, un ruido partió el aire. Un grito seco.
—¡Hombre al agua!

El barco se sacudió con el caos. Corrieron voces. Faroles de aceite se alzaron y temblaron sobre la cubierta, arrojando círculos de luz temblorosa al mar. Cuerdas se lanzaban sin dirección. Gritos en la oscuridad.

—¡Tomás!
—¿Dónde está Tomás?
—¡Por aquí, por favor, que alguien lo vea!

Pero el mar no devolvía ni una burbuja.

Selene, de pie junto a la baranda, sintió que el miedo era más grande que el océano. Nadie podía verlo. Ni una señal. Ni un sonido. Solo el eco del pánico.

Y justo cuando el temblor de la desesperación comenzaba a contagiarlo todo… llegó la brisa.

No fue un viento común. Fue una caricia de aire cálido que no debería haber existido en esa noche fría. Un soplo distinto, suave como canción. Y en ese soplo, una melodía se insinuó.

No la cantaba nadie.

No salía de garganta humana.

Pero ahí estaba, flotando como un recuerdo de infancia:

> Entre San Juan y San Pedro
hicieron un barco a vela.
La tilla era de acero,
el barco era de oro.

> Una noche muy oscura,
cayó un marino al agua.
Y se presentó el demonio,
diciéndole estas palabras:

> “Si yo te saco del agua,
¿qué me darás, marinero?”
“Yo te daré mi navío,
cargado de oro y de plata.”

> “Yo no quiero tu navío,
tampoco tu oro ni plata.
Yo quiero que cuando mueras,
a mí me entregues el alma.”

> “El alma la entrego a Dios…
y el cuerpo al agua salada.”

Las palabras no estaban en ningún idioma que se escuchara en cubierta, y sin embargo todos pareció que las comprendían.

Selene cerró los ojos. El corazón le latía como si golpeara una puerta invisible.

Sintió que el mar se había detenido a escuchar. Que el viento había callado a propósito. Que las estrellas, ocultas hasta entonces, se asomaban una a una, como si buscaran desde arriba lo que los humanos no podían encontrar desde abajo.

Y entonces, de pronto, una estela de luz cayó sobre el agua.

Una forma blanca. Un brazo. Una mano.

—¡¡¡Ahí está!!! —gritó alguien.

El cuerpo de Tomás emergió de entre las olas. Pálido, débil, pero con vida. Fue alzado, envuelto, salvado. Algunos lloraban. Otros reían nerviosos. Nadie se atrevió a hablar de milagros. Pero todos lo pensaron.

Selene no dijo nada. Solo miró al cielo.

La brisa había desaparecido.

La canción se había ido, como vino: sin aviso.

Pero en su interior, sabía que había sido real.
Que no estaba sola.
Que el mar la oía.

Más tarde, ya con calma, Mireya le preguntó:

—¿Tú también lo sentiste?

—Sí —respondió Selene, sin dudar—. Como si la música hubiese venido a buscarnos.

—¿Y crees que volverá?

Selene miró al horizonte, donde el cielo y el agua se besaban.

—Si volvemos a necesitarla, sí. La música siempre vuelve.

A la mañana siguiente, el barco llegó por fin a puerto.

El muelle se extendía como una promesa de tierra firme, de futuro. Selene sintió que algo en ella se quedaba atrás. Una versión antigua, una sombra de su pasado.

Se abrazó con Mireya. También se despidió de Tomás, que le tomó la mano con lágrimas en los ojos, y de varios marineros que le sonrieron con respeto.

—Que el viento te lleve donde debas ir —le dijo uno.

Selene asintió.

Bajó por la pasarela de madera, con su maleta liviana y el corazón lleno.

Había comenzado un viaje, sí. Pero era más que un viaje.

Era una transformación.

Y cada canción, cada encuentro, cada paso… la acercaban un poco más a descubrir quién era realmente.



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En el texto hay: amor, canciones dedicadas

Editado: 25.07.2025

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