La ciudad de Ardemia apareció como un espejismo bordado en fiesta. Desde la cubierta del barco, Selene contempló sus torres antiguas, sus tejados color azafrán, los estandartes ondeando como pañuelos alegres al viento. El puerto era un remolino de voces, tambores, perfumes de canela y flores silvestres.
Y sobre todo, música.
Una melodía sin letra rozaba su pecho como una promesa muda.
“Arroz con leche…”
No cantada. Solo tocada en violines y flautas, flotando entre la brisa.
Selene descendió del barco con paso firme. Su equipaje era escaso, pero su mirada estaba llena de mundo. En el muelle, oficiales esperaban a los pasajeros. Uno de ellos se acercó. Alto, de cabello oscuro, con el porte de quien ha visto demasiadas cosas para su edad.
Tomó el papel que ella le entregó.
—¿Selene? —preguntó, como si saboreara el nombre.
Ella asintió, y al hacerlo sus ojos se cruzaron un momento.
En los ojos de él algo se tensó.
Él sabía.
El nombre había bastado.
Pero no dijo nada más.
Le devolvió el papel y agregó:
—Bienvenida a Ardemia.
Una palabra sencilla. Pero dicha con una voz tan firme, tan clara, que la palabra “bienvenida” se le clavó en el pecho como una nota sin letra.
No era un saludo.
Era una señal.
Una que su alma pareció entender antes que su razón.
La ciudad estaba inmersa en el Festival de los Corazones Alegres, una tradición que reunía a todas las familias en la plaza mayor. Entre faroles de papel, guirnaldas de flores, danzas en círculo y dulces de azúcar glass, se celebraba un antiguo juego llamado “El lazo del destino”.
Allí, en tono de broma y encanto, se “seleccionaban esposas” por sus habilidades: coser, bordar, bailar, hablar con decencia, servir el té sin derramar. Los hombres las escogían con cintas de colores. Nadie hablaba de amor. Solo de corrección.
Selene paseaba entre los puestos con una sonrisa helada. Y fue entonces que conoció a Camila, una joven de trenzas oscuras y mejillas tristes que vendía coronas de flores.
—¿Tú no te presentas? —le preguntó Camila.
—No.
—Yo sí, aunque no quiero. Me eligieron. Mi madre dice que es buen partido. Yo digo que no me mira a los ojos.
—¿Y si no bailas con él? —preguntó Selene.
—Dirán que soy ingrata. Que he roto una promesa.
—Entonces rómpela —dijo Selene, como si fuera lo más simple del mundo.
Esa noche, cuando las campanas del reloj marcaron el inicio del juego, la música sonó otra vez.
Pero esta vez más fuerte.
Una orquesta tocaba en medio de la plaza.
Violines, tamborines, y panderos.
Y entonces, la canción se deslizó por el aire como un perfume invisible:
Arroz con leche, me quiero casar,
con una señorita de San Nicolás…
Pero no era la canción de los niños. Era una versión encantada, embriagadora, imposible de resistir.
Y entre la multitud, Selene lo vio.
Él.
El oficial del puerto, sin uniforme, vestido de civil, mirándola con la misma expresión contenida. No se acercó. Tampoco ella. Pero al verla, él inclinó apenas la cabeza, como si repitiera la bienvenida que le había dado esa mañana.
Y ahí estaba la melodía otra vez.
La misma nota sin letra.
Palpitando en su pecho.
Pero Selene giró sobre sí misma. Buscó a Camila entre la gente y la encontró, de pie junto a un hombre que extendía una cinta hacia ella. La cinta significaba elección. Promesa. Un destino sin preguntas.
—¿Lo amas? —le susurró Selene al oído, tomándola del brazo.
Camila la miró con ojos llenos de agua.
Negó.
No podía.
No debía.
Entonces Selene sonrió y alzó la voz:
—¡Esta noche no bailamos con el deber!
—¿Y con quién bailamos? —le gritaron algunos curiosos.
—¡Con el corazón! —respondió.
Y alzando su falda, llevó a Camila al centro de la pista.
Bailaron.
Las dos.
Las únicas sin cintas.
Las únicas libres.
Y el pueblo aplaudió.
Porque el acto, aunque inesperado, era hermoso.
Y porque la música… la música lo hacía posible todo.
Esa noche, mientras los fuegos artificiales subían al cielo como estrellas impacientes, Selene se apartó unos pasos de la plaza. Miró hacia el río de luces y risas, y lo vio a él, de pie, en el otro extremo, como una sombra silenciosa.
La melodía volvió a rozar su corazón.
Pero ella la rechazó.
Porque el viaje no había terminado.
Porque aún no era tiempo de escuchar la letra.
Porque no se puede bailar con alguien cuando aún se baila consigo misma.
Y con un suspiro, volvió al sendero.
El camino la esperaba.