Acordes del destino

El barquito de cáscara de nuez

San Nicolás amanecía con el canto de las gaviotas y el crujir de las sogas tensadas en los mástiles. Las calles se iban tiñendo con la luz del sol y el olor del mar, siempre presente, se mezclaba con el aroma de pan horneado, frutas dulces y resina de madera. Era una ciudad que había aprendido a vivir entre despedidas y bienvenidas, entre barcos que llegaban y partían con historias a medio contar, como cartas sin firmar.

Selene seguía allí, en el norte de Ardemia, desde hacía ya algunos días. Después del festival y del inesperado cruce con el general en la plaza, algo dentro de ella parecía haber cambiado, aunque se negara a escucharlo. Buscó su figura entre los rostros del puerto, en los callejones, en los reflejos de los ventanales empañados de sal, pero él ya no estaba. Se había ido como el murmullo de una melodía que se pierde entre olas. Silencioso. Sin despedidas.

Camila, en cambio, no perdía su alegría. Aquella mañana convenció a Selene de salir a caminar por el mercado viejo, entre los puestos de tela, fruta, especias y cosas olvidadas. Las dos andaban entre risas distraídas cuando lo vieron.

Un joven de cabello revuelto y mirada encendida, agachado junto a un cubo de agua, probando la flotación de pequeños barquitos hechos con cáscaras de nuez. Tenía los dedos manchados de pegamento, y el pecho lleno de esperanza.

—Ese es Tadeo —susurró Camila—. Dicen que está loco. Quiere cruzar el mar con una nuez.

Selene se detuvo, curiosa.

—¿Cruzar el mar?

—Con un barco que él mismo está construyendo —agregó Camila—. Uno de verdad. Pero empezó por los pequeños. Nadie lo toma en serio. A veces los niños se burlan de él, pero nunca se enoja.

El muchacho alzó la vista al oírlas.

—Es que si algo tan frágil sobrevive al oleaje, algo más grande puede aprender —dijo sin resentimiento, como si hablara del clima o de los astros.

Selene se acercó. Le extendió la mano.
—¿Puedo ver uno?

Tadeo asintió y le ofreció su creación con el cuidado de quien entrega una joya.
—Están hechos con cáscaras que encuentro en el mercado. Las barnizo, las refuerzo con hilo de lino, y les doy nombre —explicó.

—¿Les das nombre? —preguntó Camila con una sonrisa.

—Claro. Todo barco merece ser nombrado. Este se llama Insistencia. —Y soltó una pequeña risa, como si ocultara algo más profundo tras esa palabra.

Selene lo giró entre los dedos, admirando la delicadeza con la que había construido algo tan pequeño, tan imposible, y tan lleno de significado.
—Mi padre solía decir que los mapas no se dibujan con tinta, sino con sueños —murmuró de pronto, recordando aquella voz cálida que llenaba la casa de su infancia. Era él quien le había enseñado a escuchar las historias del viento y a confiar en lo imposible.

—Entonces tu padre entendía de travesías —dijo Tadeo, mirándola con respeto.

La delicadeza del barquito, la certeza con que Tadeo hablaba de su proyecto, hicieron que algo dentro de ella se iluminara.

—¿Qué necesitas para probarlo? —preguntó.

—Confianza —respondió él, sin pensarlo.

Pasaron los días en la ciudad mientras Tadeo terminaba su prototipo más grande, no más largo que un banco de plaza, pero con velas reales y un timón hecho a mano. Camila se entusiasmó enseguida, ayudando a sujetar cuerdas, a preparar herramientas, a conseguir madera liviana y resistente. Decía que era divertido, pero Selene sabía que lo hacía también por verla feliz, ocupada, con algo en qué creer.

Durante esas tardes, mientras el viento jugueteaba con los planos y los trozos de tela, Selene solía perder la mirada en el horizonte, donde el mar se fundía con el cielo. Aunque intentaba concentrarse en los detalles del barco, sus ojos volvían una y otra vez al punto exacto donde había visto por última vez al general. Esperaba verlo aparecer entre las sombras, en algún rincón del puerto, como antes. Pero no. Se había desvanecido del paisaje de San Nicolás como la bruma al amanecer.

Una parte de ella se preguntaba si se había ido por decisión, por deber, o por algo que no comprendía. Pero otra parte, más silenciosa y profunda, le decía que no era momento de buscar respuestas. Era momento de avanzar.

Una mañana, cuando por fin el barquito estuvo listo, lo bajaron al canal de marea. El cielo estaba despejado y el agua, calma como una promesa.

—¿Está seguro de que flota? —preguntó Camila, con las manos cubiertas de aserrín.

—Solo hay una manera de saberlo —dijo Tadeo, y subió con cuidado al interior de la pequeña nave.

Selene lo empujó suavemente desde el muelle. El barquito de cáscara de nuez se deslizó por el agua como una hoja llevada por el viento. Pequeño, frágil… pero valiente.

Una canción infantil flotaba en la memoria de Selene, suave como un recuerdo:
“Con un barquito de cáscara de nuez, mi amigo va soñando más allá del agua…”
No la cantaba nadie. Era solo una brisa, una vibración en el aire, como si el mundo entero celebrara ese instante.

Las gaviotas giraban en el cielo y algunos niños aplaudieron desde los muelles. Los ojos de Tadeo brillaban con una mezcla de alegría, alivio y el inicio de una nueva idea.

—¿Creés que llegará lejos? —preguntó Camila, con el corazón lleno.

—Ya llegó lejos —respondió Selene, y sonrió.

Y así, con el sol reflejado sobre la superficie del mar, vio cómo el pequeño barco se alejaba lentamente, llevándose consigo la promesa de que a veces los sueños más imposibles son los únicos que vale la pena intentar.



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En el texto hay: amor, canciones dedicadas

Editado: 25.07.2025

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