Acordes del destino

El costurero de los rotos

El cielo del norte de Ardemia amanecía con tonos suaves, como si alguien lo hubiera bordado con hilos de lavanda y durazno. Selene se despidió de San Nicolás con una mezcla de ternura y nostalgia. Camila la abrazó con fuerza, el joven inventor le colocó en el bolsillo una cáscara de nuez barnizada, como promesa de que los sueños pequeños aún podían flotar. Ella no miró al puerto, donde el general alguna vez se había desvanecido sin despedirse.

Mireya apareció antes de que Selene partiera sola.
—Voy con vos —dijo, con una sonrisa decidida—. Elián está en Alboréa, y hace tiempo que no lo veo.

Viajaron juntas por caminos tranquilos. El trayecto entre los pueblos estaba bordeado de álamos que crujían suavemente, como si cuchichearan entre sí. Selene escuchaba el murmullo de la tierra, y algo en ella sentía que este nuevo destino no sería como los anteriores. Había una herida distinta que aguardaba ser tocada.

Alboréa era un pueblo entre colinas, donde los oficios antiguos aún tenían el alma viva. Las casas estaban cubiertas de enredaderas y banderines desteñidos por el sol. Había olor a cera, a madera lijada, a tela vieja guardada con lavanda. Todo parecía hecho a mano, como si cada rincón hubiese sido remendado con esmero.

Al llegar, buscaron a Elián con la familia que lo cuidaba, pero no estaba allí.
—Desde hace semanas pasa casi todo el día con la Remendadora —les dijo una vecina—. Nadie la molesta. Vive en el extremo del pueblo, junto al taller que heredó de su madre.

Ese nombre, la Remendadora, flotaba con respeto y un toque de miedo. Decían que reparaba juguetes antiguos, pero también corazones rotos. Que su taller no tenía reloj, porque el tiempo allí se medía por los hilos que cruzaban las costuras.

Cuando llegaron, encontraron una casa de madera oscura con ventanas llenas de cortinas de encajes. Afuera colgaban muñecos de trapo, títeres desmembrados, osos con un solo botón por ojo. El portón chirrió al abrirse. Selene y Mireya intercambiaron una mirada, y entraron.

El interior era tibio. Olía a té de hierbas, a aceite de lino y a nostalgia. El lugar estaba cubierto por montañas de telas, cajas de botones, bobinas de hilo dorado y plateado. Y allí, en el centro, sentado sobre una alfombra de retazos, estaba Elián.

Tarareaba con dulzura, como quien cuenta un secreto:

"Hasta el viejo hospital de los muñecos
llegó el pobre Pinocho malherido,
un cruel espantapájaros bandido
lo sorprendió durmiendo y lo atacó."

Tenía las manos manchadas de pegamento, y en su regazo, una marioneta sin brazos.

—Elián... —susurró Mireya, dando un paso hacia él.

—Ella me necesita —dijo él, sin mirarlas—. Y todos los demás también.

Selene se arrodilló junto a él.
—¿Quiénes?
—Los rotos. Los olvidados. Los que dejaron tirados porque ya no servían. Yo sé cómo se siente eso.

La Remendadora, una mujer mayor de rostro arrugado como una hoja seca y ojos de mirada profunda, apareció desde el fondo del taller. Su voz era tranquila, como una aguja que entra sin romper la tela.
—Elián tiene buen corazón. No remienda con hilo, sino con alma.

Aquella noche, se quedaron en el taller. Mireya dormía junto al fuego. Selene no podía cerrar los ojos. Observaba cómo la Remendadora cosía un viejo conejo de peluche, tarareando la misma melodía que Elián había cantado. Pero no había voz esta vez: la canción flotaba sola, sin origen, como si viniera de algún lugar más profundo que el aire.

Selene la sintió en el pecho, una melodía sin nombre que acariciaba viejas heridas. Se acercó en silencio.
La mujer seguía cosiendo al conejo con delicadeza, puntada por puntada. Pero Selene no miraba las manos: miraba sus ojos.

Y allí, entre la costura y la luz cálida, vio el dolor. No era tristeza reciente, sino un eco antiguo, un pesar cosido en las pupilas como quien ha perdido y ha seguido remendando sin detenerse nunca.

La canción creció un poco, como si quisiera llenar ese hueco.

"Hasta el viejo hospital de los muñecos..."
La melodía le llegaba al alma.

En ese momento, Selene comprendió: la canción no era solo para los juguetes rotos, era para las personas que aún no se animaban a sanar.

Cruzó la mirada con Elián.
—¿La escuchás? —preguntó él.

Selene asintió, y sus ojos se llenaron de una ternura tranquila. El conejo ahora tenía ambos brazos, pero también una nueva expresión.
—Gracias —susurró la Remendadora, sin dejar de coser—. Por ver.

Antes de marcharse al día siguiente, Mireya y Elián prometieron regresar.
—¿Aunque ya no esté rota? —preguntó Elián.
—Justamente por eso —respondió la mujer, y le revolvió el cabello.

Le entregó al niño una aguja dorada envuelta en cinta azul.
—Para que nunca olvides remendar lo que otros desechan.

Elián se llevó consigo la marioneta con la que había dormido. No hablaba mucho, pero en sus ojos brillaba una decisión nueva.

Selene miró una última vez el taller. En la ventana, un cartel bordado decía:
“Todo lo que se rompe, puede volver a amar.”

Y en su corazón, como un retazo más en su historia, supo que seguir remendando también era parte de avanzar.



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En el texto hay: amor, canciones dedicadas

Editado: 25.07.2025

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