El pueblo aún estaba envuelto en la tibieza del amanecer cuando Selene, Mireya y Elián salieron a recorrer sus callejuelas empedradas. Tras la intensa emoción vivida con la Remendadora, los días siguientes se sentían más livianos, como si el viento mismo hubiese querido darles un descanso.
Fue en la plaza central, bajo un árbol florido y antiguo, donde conocieron a Nehuén. Tenía unos siete años, piel tostada por el sol, ojos brillantes como canicas negras y una risa que sonaba como campanas de fiesta. Estaba sentado en el suelo, rodeado de papeles, hilos y botones. A su lado, un muñeco de cartón con cara dibujada y ropa hecha de retazos.
—Se llama Pim Pon —anunció Nehuén, sin que nadie preguntara—. No habla mucho, pero canta en silencio si uno lo escucha bien.
Elián se le unió enseguida. Comenzaron a fabricar más muñecos con lo que encontraban: ramitas, lana, pedazos de telas que Mireya sacaba de su bolso. Selene se sentó en un banco, observándolos jugar. Hacía tiempo que no veía tanta alegría junta, tanta vida sencilla en las manos de los niños.
Nehuén les contó que vivía con su tía en una casa al final del pueblo. Que su madre se había ido al sur a buscar trabajo y que le escribía cartas cada tanto, aunque hacía meses que no llegaba ninguna. Pero él seguía esperándola cada día, sentado junto a la ventana con su muñeco.
—Pim Pon me ayuda a estar valiente —dijo con seriedad—. Aunque esté triste, me lava la cara y se peina con peine de mar.
A Selene le tembló el pecho con ternura. Había algo en Nehuén que le recordaba a sí misma cuando era más pequeña. Esa necesidad de inventar mundos cuando el propio dolía un poco.
Ese mismo día, hubo una pequeña feria de juegos en la plaza. Puestitos de pan dulce, canciones al viento, y un escenario donde los niños podían mostrar lo que sabían hacer. Nehuén subió con su Pim Pon. Elián y Mireya lo animaban desde abajo, agitando pañuelos. Selene aplaudía, sonriendo.
Con voz alta y clara, Nehuén recitó los versos que había memorizado:
—Pim Pon es un muñeco muy guapo y de cartón, se lava la carita con agua y con jabón...
Se desenreda el pelo con peine de marfil, y aunque se dé tirones, no llora ni hace así.
La canción no tenía melodía, pero el pueblo entero pareció detenerse para escuchar. Selene sintió una emoción cálida subirle por el pecho, una mezcla de nostalgia y esperanza. No sabía bien por qué, pero esa canción parecía coser pequeñas heridas, como si cada verso acariciara una parte olvidada del alma.
Más tarde, mientras el sol se escondía detrás de las montañas, Selene, Mireya y Elián acompañaron a Nehuén hasta su casa. En la entrada, una maceta rota dejaba brotar una flor desordenada. Antes de despedirse, Nehuén sacó un papelito arrugado del bolsillo.
—Este es para vos —le dijo a Selene—. Es la receta para hacer muñecos que cantan bajito. Por si te sentís sola en tu viaje.
Selene tomó el papel con una sonrisa emocionada. Lo guardó en el corazón de su bolso, justo al lado de otras pequeñas cosas que ya no podía dejar atrás.
Esa misma noche, en la estación del pueblo, Selene se despidió de sus amigos. Mireya abrazó con fuerza, Elián le regaló un botón del uniforme de Pim Pon. Nehuén no fue, pero se aseguraron de decirle adiós por ella.
Cuando el tren llegó, Selene subió con una última mirada al andén. El pueblo ya era una historia más en su corazón. Mientras el tren avanzaba y los campos se deslizaban por la ventana, sacó el papel de Nehuén y lo leyó otra vez.
La receta decía:
“Para que el muñeco cante, hay que creer que puede hacerlo. Y cuando no puedas dormir, él te contará un secreto.”
Selene sonrió. Y aunque no había nadie alrededor, juraría haber oído la risa de Pim Pon entre las ruedas del tren.