Acordes del destino

Canción de cuna para un viaje lento

El traqueteo del tren era como el murmullo de un río que no se cansa de hablar. En cada vaivén, la ventana dibujaba un nuevo cuadro del paisaje que pasaba lento: campos dorados por el sol, árboles torcidos por el viento del sur, y estaciones pequeñas donde la vida parecía ir más despacio.

Selene viajaba sola en un vagón casi vacío. A su alrededor, solo quedaban un par de ancianos dormidos y una mujer que tejía en silencio. Después de tantos días de aventuras en el norte de Ardemia, su alma se sentía entre la calma y la nostalgia. Apretaba entre sus manos un pañuelo que le había regalado Elián al despedirse, y el recuerdo de Mireya la acompañaba como una estrella silenciosa.

Las luces del tren titilaban de vez en cuando, suavemente, como si también quisieran dormir. El día había dado paso a una noche clara, salpicada de estrellas y con un cielo abierto que parecía no terminar nunca.

Mientras el tren avanzaba hacia el sur, una anciana subió en una de las paradas pequeñas. Caminaba con paso sereno, envuelta en un chal de lana color violeta. Se sentó justo frente a Selene y le sonrió sin decir palabra. En su regazo llevaba una cesta de mimbre con dulces de canela y una pequeña muñeca de trapo con un lazo en el cabello.

Pasaron unos minutos. La anciana comenzó a tararear algo muy suave, casi un susurro. Selene apenas logró escucharla:

> “Duérmete niño, duérmete ya...”

La melodía flotaba como un hilo de luz entre los ruidos del tren. No tenía fuerza, ni urgencia, pero su dulzura era tan honda que envolvía como una manta tibia. La voz de la anciana no parecía humana, sino el eco de muchas voces que alguna vez arrullaron a quienes ya habían partido.

Los ojos de Selene comenzaron a cerrarse.

Y entonces, soñó.

La noche también vivía dentro del sueño, pero no era oscura: tenía la claridad plateada de las lunas llenas y los días felices. El aire olía a pan recién hecho y tierra húmeda. Selene se vio a sí misma de pequeña, en su antiguo hogar. Estaba en el patio, envuelta en una manta con estrellas bordadas, con los pies colgando de una hamaca.

La luna brillaba como un farol encendido. A su lado, su padre la mecía suavemente, tarareando con la armónica una canción sin palabras.

—¿Puedo quedarme despierta un rato más? —preguntó la niña con voz somnolienta.

—Solo si me contás un sueño antes de que se te escape —dijo él, acariciándole el cabello.

—Soñé que tenía un barquito que volaba —murmuró ella, acomodándose contra su pecho—. Cruzaba montañas y mares y me llevaba a lugares que no existen.

—¿Y qué harías si el barquito se pierde? —preguntó su padre.

—Lo buscaría. Aunque tenga que caminar todo Ardemia.

Él sonrió.

—Entonces, no tenés miedo.

—Sí tengo —respondió la niña—. Pero me gusta cuando vos estás cerca.

La escena se transformó, como hacen los sueños. El patio desapareció, y ahora estaban sentados bajo un árbol gigante, con hojas que cantaban al viento. A lo lejos, una niña corría tras su reflejo en un arroyo, y una música suave llenaba el aire, como si la tierra misma tuviera corazón.

—¿Te acordás de este lugar? —preguntó su padre, mientras le señalaba una pequeña casita de madera.

Selene, ya no niña en el sueño, asintió.

—Este fue el primer lugar donde pensé que todo era posible.

—Entonces nunca lo olvides —dijo él.

Y la tomó de la mano. Sus ojos, los mismos que Selene tenía, la miraron con ternura y algo de tristeza.

—¿Estoy soñando? —preguntó ella.

—Sí —dijo él—. Pero eso no significa que no sea verdad.

La canción de cuna volvió a sonar, ahora más clara, como si el cielo entero la cantara:

> “Duérmete niño, que el tren va a partir,
y tus sueños se vuelan si no estás allí…”

Unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras el sueño comenzaba a diluirse. La imagen de su padre se hizo más suave, más luz que figura. Selene quiso decir algo, pero él la besó en la frente y le dijo:

—No mires atrás, hijita. El viaje es hacia adelante.

El tren dio un salto suave, una sacudida. Selene despertó. La anciana ya no estaba. La muñeca de trapo seguía en el asiento, y en su falda descansaba una flor seca y un dulce de canela envuelto en papel dorado.

El vagón volvía a llenarse con nuevas personas. Gente que subía con historias bajo el brazo, con mapas arrugados y maletas llenas de anhelos.

Selene se acomodó junto a la ventana. Afuera, las nubes parecían volar más rápido que el tren. Abrazó el pañuelo de Elián contra su pecho, sabiendo que algo se había removido en su interior. El sueño había sido más que un recuerdo: había sido un lazo que seguía vibrando, un susurro de su pasado diciéndole que aún había alas esperándola.

Sonrió, mientras la canción de cuna aún flotaba en el aire, aunque nadie la cantara.

Y pensó:

—¿Qué otras aventuras me traerá este viaje?

El tren seguía su curso hacia el sur de Ardemia, y con cada kilómetro, la historia de Selene se tejía con hilos invisibles, entre la ternura, la magia y la promesa de lo que vendría.



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En el texto hay: amor, canciones dedicadas

Editado: 25.07.2025

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