La noche había caído con un peso más espeso que de costumbre. Afuera, el viento silbaba en ráfagas suaves, como si jugara con las cortinas del tren. Selene miraba por la ventana. Las estrellas parecían moverse, como si danzaran muy despacio sobre los campos dormidos de Ardemia.
El tren avanzaba con lentitud. Ya llevaban varios días de viaje desde San Nicolás y aún no llegaban al sur. Selene dormitaba cuando un leve crujido metálico sacudió el vagón. Luego, el tren se detuvo.
No de golpe, sino como si el mundo decidiera pausar. No hubo anuncio. Solo silencio.
Selene se asomó por la ventana. Afuera, la estación no tenía nombre.
Ni carteles, ni luces eléctricas, ni portones. Solo un andén de piedra oscura, cubierto de musgo, con faroles antiguos que brillaban con una llama que no era del todo natural. Era como si el lugar no perteneciera a ningún mapa. Como si no hubiera sido construido, sino soñado por alguien hace mucho tiempo.
Los pasajeros comenzaron a bajar, con esa mezcla de curiosidad y miedo que despierta lo inexplicable. Selene también descendió.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a un operario, que revisaba el tren con una linterna de aceite.
—Una estación vieja —respondió sin mirarla—. Las vías están torcidas. Tendremos que pasar la noche aquí.
Eso era todo. Un accidente de tiempo. Un pliegue en el camino.
A un lado del andén, se abría un sendero de tierra bordeado por cipreses. Selene caminó por allí. No sabía por qué lo hacía. Solo sintió que debía hacerlo.
El camino la llevó a una pequeña casa de piedra, cubierta de enredaderas. No parecía abandonada. Una lámpara colgaba en la puerta y al lado, un cartel oxidado colgaba torcido: "Objetos perdidos y recuerdos dormidos."
Selene dudó. Luego, tocó.
La puerta se abrió sin hacer ruido. Dentro, la sala estaba repleta de cajones, estantes y vitrinas antiguas. Relojes sin agujas, brújulas sin norte, diarios sin palabras, tazas sin dueño. Y en el centro, una mujer de cabello blanco trenzado como hilo de plata, sentada junto a una mesa de madera. Tenía una llave colgada al cuello, brillante como el primer día de su existencia.
—Te esperaba —dijo sin sorpresa.
Selene frunció el ceño. —¿A mí?
—A ti, o a una como tú —respondió la mujer con una sonrisa sin tiempo—. Las llaves solo se encienden cuando hay algo que debe abrirse.
Se levantó y caminó hacia un cajón. Lo abrió lentamente y sacó una pequeña caja de madera tallada con estrellas.
—Este recuerdo es tuyo —dijo.
Selene la recibió sin entender. Al tocar la caja, sintió un pulso cálido. Al abrirla, el aire se volvió denso, como si el tiempo se suspendiera. Dentro, una pluma de ave, una piedrita azul y una nota que decía: “Volver no siempre es retroceder.”
Y entonces lo sintió.
Una imagen la envolvió como una bruma dorada. Era ella, de niña, sentada sobre los hombros de su padre, riendo mientras él corría por un campo de trigo. La canción que él silbaba no tenía letra, pero estaba hecha del amor más puro que un padre puede dar. Luego, en otra escena, él le mostraba cómo construir un barquito de papel, mientras le decía: “Cuando estés perdida, busca lo que hicimos con amor. Eso siempre flota.”
Cuando volvió a la sala, la mujer ya no estaba.
La llave quedó sobre la mesa. Y debajo de ella, un espejo. Al mirarse, Selene no se vio a sí misma, sino a una niña que la miraba con ojos llenos de esperanza. Ella misma, en su infancia. Le sonrió.
Selene salió de la casa con la caja cerrada contra el pecho.
Al volver al andén, la bruma se estaba disipando. Algunos pasajeros ya dormían en bancos de madera, otros murmuraban junto a faroles de aceite. El operario sonreía.
—Ya casi está —dijo, mientras revisaba las vías con una mirada distinta.
Esa noche, Selene durmió sobre un banco, abrigada por su abrigo y su caja de recuerdos. En sus sueños, el tren silbaba y la bruma se abría como una puerta hacia lo que vendría.
Cuando el tren volvió a moverse al amanecer, la estación ya no estaba. Donde antes hubo piedras, ahora solo quedaba hierba.
Selene miró por la ventana, sosteniendo la caja.
Aún no llegaba al sur de Ardemia, pero sabía que estaba más cerca. En su pecho, como una melodía sin letra, una certeza nacía: hay lugares que uno visita no con los pies, sino con el alma.
Y ese tren la llevaba directo hacia el siguiente misterio.