El tren serpenteaba los últimos tramos del camino, entre colinas doradas y campos de lavanda, como si la tierra misma se estuviera despidiendo del norte de Ardemia. Selene dormitaba junto a la ventanilla, con los párpados pesados y el corazón liviano después de tantas aventuras.
En uno de esos sueños medio despiertos, la melodía de una canción suave comenzó a envolverla. Sonaba como un canto de cuna y como un juego a la vez:
La vaca Lola, la vaca Lola,
tiene cabeza y tiene cola…
Pero en su sueño, la vaca Lola era real, y tenía un establo encantado en medio de una pradera de lunas plateadas. Allí vivían animales que solo hablaban en canciones, y cada canción guardaba un deseo olvidado de un niño que ya había crecido.
La vaca Lola, con su suave voz ronca, le ofrecía un cuaderno en blanco.
—"Aquí se escriben los sueños que no te animaste a decir en voz alta" —le decía con una sonrisa tan grande como la luna—. "Solo tienes que cantarlos".
La vaca lola, la vaca lola, la vaca lola
Tiene cabeza y tiene cola
Selene escribía sin saber qué, mientras las palabras salían solas: el recuerdo de su padre bailando con ella en la cocina, su abuela enseñándole a leer, el olor a jazmines en la casa que alguna vez fue hogar. Al terminar, el cuaderno desaparecía en una nube de leche tibia, y la vaca entonaba de nuevo su canción.
Ella llevaba un vestido amarillo de vuelo amplio, con volados brillantes que solo existen en los sueños. En su mano tenía una sombrilla de encaje, tan ligera como una pluma, que la protegía de un sol dorado que jamás ardía. En ese rincón perfecto, se sentía a salvo, como si el tiempo no pudiera alcanzarla.
Pero antes de que la canción terminara, la vaca Lola se acercó una vez más y le dijo en voz baja, sin música esta vez:
—"Guarda bien la luz de tu sombrilla, pequeña. Hay sombras que no vienen de la noche".
La voz fue un susurro, como si el viento mismo no quisiera repetirlo.
La vaca lola, la vaca lola...
El tren vibró con fuerza.
Despertó sobresaltada, justo cuando los pasajeros comenzaban a recoger sus cosas: la estación final estaba cerca. El cartel de hierro oxidado decía con letras antiguas:
Estación Los Jazmines.
El aire olía a hierbas dulces y a algo más que no podía identificar: una expectativa temblorosa, como si el destino contuviera la respiración.
Cuando el tren frenó del todo, hubo unos segundos de silencio. Selene se puso de pie, con el cuaderno real en la mano, uno que no recordaba haber tenido antes. Lo apretó contra el pecho.
Y entonces sucedió.
Una explosión cortó el aire como un trueno seco, más adelante, en la estación. No sabían de dónde venía exactamente. Algunos pasajeros gritaron. Otros corrieron hacia las ventanas. El corazón de Selene golpeó fuerte, no de miedo, sino de certeza: algo estaba por comenzar.
Y no sería un sueño.