El amanecer en el campamento llegó cubierto de bruma. El aire olía a madera húmeda, a humo tibio, a despedida. Por entre las tiendas de campaña, los soldados caminaban con pasos medidos, preparando mochilas, limpiando armas, ajustando correas. Algunos tarareaban la misma melodía una y otra vez:
—Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena...
Aunque sonaba como una marcha, en realidad tenía la cadencia de una canción de cuna olvidada.
Selene observaba desde una banca de troncos, con las manos cruzadas sobre las rodillas. No entendía del todo por qué su pecho se sentía tan apretado. Tal vez era el viento, tal vez el frío. O tal vez era la certeza de que algo se terminaba.
Cuando Selene era niña, vivía en Mirtel, en una casa con jardín de lirios y un árbol de moras que manchaba todo en verano. Su mejor amigo era Eliot. Jugaban a los soldados, a las carreras de carretas hechas con cajas de madera, y a esconderse entre las sombras del atardecer.
Una vez, Eliot le prometió que siempre estaría para cuidarla. Se lo dijo con la seriedad de quien hace un juramento sagrado, mientras se escondían bajo una mesa para escapar del aburrido almuerzo familiar.
—Aunque pasen mil años, te voy a proteger —le dijo.
Y ella, entre risas, le dio una mora como símbolo de ese pacto.
Más tarde, mientras caminaba por el campamento en dirección al pequeño comedor, Selene vio a lo lejos que Eliot discutía con alguien. Se acercó con cautela, hasta reconocer la silueta del general. Ambos hombres estaban tensos, como dos fieras antes del zarpazo.
—No necesito que la vigile, señor —decía Eliot, con la mandíbula apretada—. Puedo cuidarla yo. Selene es mi amiga desde la infancia. La conozco mejor que usted.
El general alzó una ceja, y con voz firme y cortante, replicó:
—¿Ah, sí? ¿Puedes cuidarla? —dio un paso más cerca, sin apartar la mirada—. Tú no sirves para protegerla... pero yo sí.
Eliot apretó los puños, temblando de rabia.
—Sí —insistió con firmeza—. Lo haré.
—Y yo soy su superior —continuó el general—. No confunda cercanía con protección. En el frente, no sirven las emociones mal dirigidas.
—¿Y usted? ¿Qué clase de emociones tiene por ella, entonces?
El silencio fue como un golpe seco. Los ojos grises del general brillaron, helados.
—Ese no es asunto tuyo, soldado.
Selene quiso intervenir, pero Eliot fue más rápido. Dio un paso adelante, encárandolo sin temor.
—Si algo le pasa por su culpa, no me lo voy a perdonar nunca. Ni a usted.
El general no respondió. Solo sostuvo su mirada durante unos segundos antes de girarse y alejarse entre las tiendas.
Eliot apareció con su uniforme abrochado hasta el cuello. Traía la expresión más serena que podía fingir, pero sus ojos lo traicionaban. Ella lo conocía desde niña; cuando fruncía los labios así, significaba que algo lo atormentaba.
—¿Me veo valiente? —preguntó con una sonrisa tímida.
Selene intentó devolverle la sonrisa, pero le temblaron los labios.
—Te ves como cuando jugábamos a ser héroes con espadas de ramas —dijo ella—. Como el niño que me juró que nunca me dejaría sola.
Eliot se le acercó con lentitud, como si el tiempo pudiera detenerse si ellos no se movían. La tomó del rostro con ambas manos y le dijo en voz baja:
—Te voy a extrañar todos los días, desde el primer minuto.
Y sin darle tiempo a responder, la besó. Fue un beso tembloroso, lleno de urgencia, de nostalgia y de promesas que ninguno sabía si se cumplirían. Cuando se separaron, ella ya tenía lágrimas en los ojos.
—No vayas —le rogó, casi en un susurro. —No puedo quedarme —respondió él.
Dio un paso atrás, con la mirada aún fija en ella, y caminó hacia la fila de soldados que se alistaban para partir. Selene quiso correr detrás de él, pero no lo hizo. Solo lo miró alejarse hasta que su figura desapareció entre el resto.
Desde una distancia prudente, el general había presenciado todo. Estaba erguido, con su uniforme impecable, el sable en la cintura y el rostro imposible de leer. Sus ojos grises, sin embargo, contenían un relámpago contenido.
Cuando Selene caminó en dirección contraria, él la alcanzó.
—El tren al este parte en una hora —dijo—. Deberías estar en él.
—No voy a tomarlo.
El general entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
—No lo sé. No me siento lista —respondió ella, y fue lo más sincera que pudo ser.
El general no insistió. La observó en silencio por unos segundos que parecieron eternos. Entonces, con voz serena, le dijo:
—Hay una familia que viaja en carreta hacia las tierras del este. Puedo pedir que te lleven. Es un camino lento, pero seguro.
Selene asintió. El general dio un leve gesto con la cabeza y pareció a punto de marcharse. Pero en lugar de eso, dio un paso hacia ella.
—Selene… —murmuró.
Ella levantó la mirada. Entonces, sin pedir permiso ni anunciarse, la besó.
Fue distinto al de Eliot. Este beso no era tembloroso ni inseguro. Era firme, contenido, casi doliente. Como si en él hubiera algo que no podía decirse de otro modo. Cuando se separó, le rozó la mejilla con los dedos y dijo:
—Nos veremos pronto.
Y se fue.
Selene permaneció un rato inmóvil. El viento traía el eco de una canción lejana: —Mambrú se fue a la guerra…
Pero ahora ya no sabía si hablaba de uno… o de los dos.
Una hora después, iba sentada en la parte trasera de una carreta, entre sacos de grano y canastos de pan. La familia que la acogía era amable y silenciosa. El camino era de tierra y se abría entre colinas bajas y árboles secos.
El traqueteo de las ruedas la adormió. Apoyó la cabeza contra una manta y cerró los ojos.
El vestido amarillo. La sombrilla blanca. La risa. Y el sol… …hasta que se apaga.
Una vez más, la canción volvió: —Mambrú se fue a la guerra…
Cuando Selene abrió los ojos, el cielo estaba naranja. Faltaban horas para llegar al siguiente pueblo.