El camino hacia el este serpenteaba entre colinas polvorientas y árboles encorvados por el viento. El sol brillaba con fuerza sobre la carreta, y los caballos trotaban con ritmo perezoso. Selene iba sentada en la parte trasera, entre sacos de harina, un canasto de gallinas que cacareaban sin parar y una niña que no paraba de observarla fijamente como si fuera una criatura mitológica.
La familia que la había acogido era, por decirlo suavemente, peculiar.
Estaba Doña Martita, la madre, una mujer pequeña pero de voz tan potente que espantaba a las aves con cada estornudo. Su esposo, Don Honorio, era un señor de bigotes tan largos que se los enrollaba como resortes para no pisárselos al caminar. Tenían cuatro hijos: la pequeña Conchita, que le hacía preguntas imposibles ("¿los dragones tienen ombligo?"), los gemelos Toribio y Tristán, expertos en hacer volar ranas (literalmente, tenían una catapulta), y el mayor, Ángel, que tenía una voz de tenor pero era alérgico a todo: al polvo, al sol, a las emociones fuertes.
El viaje transcurría entre charlas absurdas, frenadas inesperadas ("¡una cabra en el camino!"), y canciones inventadas. Fue en medio de una curva especialmente polvorienta, que apareció la primera sorpresa del día.
—¡Miren quién viene allá! —gritó Doña Martita desde el pescante—. ¡Es Don Pepito!
Un hombre muy delgado, con sombrero ridículamente grande y una flor en la solapa, se acercaba a pie, saludando como si fuera una estrella de teatro.
—¡Hola Don Pepitoooo! —gritaron todos desde la carreta.
—¡Hola Don Joséeee! —respondió Don Pepito, sin dudar.
Selene parpadeó. ¿Don José? ¿Quién era Don José?
No tardó en descubrirlo. Desde detrás de un árbol, apareció otro personaje: rechoncho, con una capa ridícula y un bastón que usaba más para señalar cosas dramáticamente que para apoyarse. Se llamaba Don José, por supuesto, y traía un pollo bajo el brazo como si fuera un objeto sagrado.
—¿Pasó usted por mi casa? —preguntó Don José.
—¡Por su casa yo pasé! —respondió Don Pepito, con una reverencia exagerada.
—¿Vio usted a mi abuela?
—¡A su abuela yo la vi!
—¿Y qué le dijo?
—¡Me dijo Hola!
—¿Y usted qué le dijo?
—¡Le dije Adiós!
Y sin más, se abrazaron como si fueran viejos enemigos reconciliados en una ópera cómica, y se fueron caminando juntos como si nada. Selene se quedó con la boca abierta.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
—Ah, se pelean todos los martes, se reconcilian todos los jueves —respondió Toribio—. Hoy es jueves.
—¿Y por qué tienen un pollo?
—Es de custodia compartida —dijo Tristán—. Una semana lo tiene uno, una semana el otro.
—Se llama Napoleón —agregó Conchita—. Dice que quiere conquistar el corral entero.
El día siguió con anécdotas ridículas: Doña Martita creyó ver una sirena en el río (era Don Honorio nadando con una red en la cabeza), los gemelos soltaron accidentalmente a las gallinas y una terminó en la cabeza de Selene ("¡ahora eres la reina plumífera!", declararon), y Ángel intentó cantar una canción de amor que terminó en estornudos encadenados que asustaron a los caballos y casi los hacen volcar.
Selene, en medio de ese caos, no podía evitar reír.
Era un alivio. Después de tantas emociones, besos inesperados, trenes perdidos, explosiones y tensiones románticas, estar con esta familia estrambótica era como sumergirse en una canción infantil con olor a pan recién horneado y patas de gallina.
Cuando cayeron las primeras estrellas, hicieron campamento en una llanura con vista al horizonte. Don Honorio sacó su bandoneón, Don Pepito apareció de nuevo con Don José (el pollo esta vez llevaba un sombrero diminuto), y todos cantaron juntos, a coro, mientras Selene se recostaba en unas mantas, la panza llena y el alma ligera.
—Mañana llegamos a la ciudad de los manzanos —dijo Doña Martita—. De ahí, cada quien toma su camino.
Selene asintió. No sabía qué le esperaba. No sabía qué pasaba en el frente. No sabía si Eliot estaba bien, si el general pensaba en ella, o si su viaje la estaba llevando hacia un destino o solo alejándola de lo que amaba.
Pero en ese instante, al mirar el cielo estrellado y escuchar la canción de fondo:
Hola Don Pepito… Hola Don José…
…sintió que, por lo menos por un día, estaba justo donde debía estar.