Selene se despidió temprano de la familia en la ciudad de los manzanos. Doña Martita le preparó un pan envuelto en tela y Conchita lo decoró con una flor seca. Los gemelos Toribio y Tristán intentaron esconderse entre los costales para seguirla, pero Don Honorio los agarró por las orejas antes de que lograran su gran fuga.
—¡Adiós, señorita! ¡No olvide escribirnos cuando sea reina! —gritó Don Pepito, saludando con exagerada galantería.
—¡O cuando se enamore de un bandolero! —añadió Don José, alzando un bastón como si fuera una espada.
Selene se rió. Les prometió que sí, que les escribiría si algún día gobernaba un reino o robaba corazones por los caminos. La carreta se perdió entre los árboles y el polvo. Por primera vez en semanas, se quedó sola.
El aire era tibio. El perfume de los manzanos en flor flotaba como una nostalgia dulce. El camino serpenteaba entre laderas cubiertas de árboles y campos dorados que el viento acariciaba sin prisa. Selene caminaba sin apuro. Su falda apenas levantaba polvareda, pero en su pecho, los pensamientos formaban remolinos que no sabía cómo aquietar.
Pasado el mediodía, sintió el cansancio en los pies. Se quitó los zapatos y caminó un trecho con ellos en la mano. El suelo estaba tibio. A lo lejos, divisó un claro y un árbol solitario de copa amplia y hojas plateadas que caían como lluvia lenta. Un laurel. Bajo su sombra, una mujer estaba sentada sobre una manta, bordando en silencio.
—¿Puedo acompañarla un momento? —preguntó Selene, acercándose con respeto.
—Claro, hija. ¿Vas lejos?
—No lo sé —respondió, sentándose a su lado—. Estoy buscándome, creo.
La mujer asintió sin dejar de bordar, como si entendiera más de lo que decía. A su lado, una jarra de agua, un pañuelo con pan y queso, y un bastón con tallas de flores. Compartió el pan con Selene y comenzó a tararear, casi en un susurro:
“Estaba la Catalina, sentada bajo un laurel,
estaba tomando fresco, de las hojas al caer…”
El corazón de Selene dio un vuelco. Esa canción… Su madre la cantaba cuando pensaba que nadie la escuchaba. En los días grises después de que su padre muriera, cuando la casa era demasiado grande, demasiado vacía, su madre se sentaba en el alfeizar con un cepillo en la mano, mirando al horizonte, tarareando esa misma melodía.
—¿Está esperando a alguien? —preguntó Selene.
—A mi esposo. Dijo que volvería con la próxima luna... —respondió la mujer sin dejar de bordar—. Eso fue hace tres lunas. Pero yo espero igual.
La frase se le quedó clavada. La mujer hablaba con una paz que dolía.
—¿Y si no vuelve?
—Entonces yo seguiré esperando. Las mujeres aprendemos a esperar desde niñas, ¿no?
Selene bajó la mirada. Pensó en Eliot. En su beso tembloroso. En su voz quebrada al decir “no puedo quedarme”. Pensó en el general. En sus palabras firmes. En su beso contenido, que parecía decir todo lo que él se negaba a pronunciar.
Y entonces, como una ráfaga, llegó el recuerdo de su madre. Una tarde silenciosa, Selene abrió la puerta sin querer. Vio a su madre frente al espejo, con una carta en las manos y los ojos enrojecidos. No dijo nada. Solo lloraba. Luego, supo que esa carta confirmaba la muerte de su padre. Fue la primera vez que Selene sintió que los adultos también podían romperse.
Años después, cuando su madre anunció su compromiso con un hombre de sociedad, Selene comprendió muchas cosas… y dejó de comprender otras. Aquel hombre jamás la aceptó del todo. No porque fuera mala hija, sino porque representaba un amor anterior. Una vida que su madre intentaba dejar atrás. El matrimonio fue como una reorganización de piezas rotas. Nada encajaba del todo.
—A veces no sé si camino para alejarme de ellos o para encontrarme a mí —confesó en voz baja.
La mujer bajo el laurel dejó de bordar un momento. Le tomó la mano.
—Hija, a veces ambas cosas son lo mismo.
Una brisa hizo caer una lluvia de hojas plateadas. Selene levantó la vista. El cielo estaba claro. En el silencio que siguió, volvió a sonar la canción en su cabeza.
“Estaba la Catalina, sentada bajo un laurel…”
Y se imaginó a su madre sentada bajo ese mismo árbol. Esperando. Esperando algo que tal vez no volvería nunca.
Se despidió de la mujer con un nudo en el pecho. Agradeció el pan, la compañía, la sombra. Cuando retomó el camino, el laurel quedó atrás, pero no la sensación que le había dejado.
A media tarde, pasó junto a un arroyo. Se sentó un rato, se lavó los pies, se peinó con los dedos y se miró en el reflejo. No era la niña que se escondía detrás de su madre en los bailes. No era la prometida de nadie. No era la viajera de una canción alegre ni la amiga de un héroe.
Era Selene. Una joven con los bolsillos llenos de preguntas. Con dos besos en el alma. Con recuerdos a cuestas y una esperanza que aún no tenía forma.
Cuando el sol comenzó a caer, siguió caminando. La luz dorada pintaba el mundo con un color que dolía de tan hermoso. Pensó en Eliot. En el general. En su madre. En todas las Catalinas sentadas bajo laureles.
Y supo que la historia aún no había comenzado de verdad.
Porque ahora sí, el camino era suyo.
Y mientras la última estrofa de la canción volvía en su mente, Selene pensó con el corazón todavía lleno:
“¿Qué nuevas aventuras me traerá este viaje?”
El sol desapareció lentamente detrás de las colinas, tiñendo el cielo de un rosa melancólico. Selene avanzaba con paso firme, aunque en su interior muchas cosas seguían temblando.
Ya no tarareaba canciones, pero la melodía de Catalina bajo el laurel seguía latiendo en algún rincón de su pecho. Como un secreto que solo ella sabía.
A lo lejos se encendía la luz de una posada solitaria, y más allá, un nuevo cruce de caminos.
No sabía si el destino le tenía preparado un reencuentro, una despedida o una nueva canción.
Pero por primera vez en mucho tiempo, no le tenía miedo a la soledad.