Adele: La Sangre de Bruja. Libro I.

CAPITULO 18

Ahora todos, uno por uno empezaron a agarrarse de las gargantas, es como tendrían dificultad de respirar.

Las caras se quedaron con los ojos saltones.

Pero el hechizo no consistía en asfixiarlos. Era más cruel.

De repente los dedos de ambas manos del ex policía retirado empezaron inflarse como las cámaras de neumáticos.

De pronto parecían salchichas.

Y después todo el resto de los miembros del cuerpo.

Adele los observaba con total tranquilidad, tanto era el odio que sentía por todos ellos.

La chica hizo unos pasos adelante, detrás de ella ardía la casa y el calor le quemaba la espalda.

Las orejas de esta gente malvada ya parecían empanadas.

Los cachetes — unos almohadones.

De pronto no podían sostenerse de pie, por más que las caderas parecían elefanticos, ya que los dedos de pie no entraban en los zapatos.

Los botones de la ropa saltaban como balas. La costura se abría dejando pedazos de tela colgando. Los cintos aguantaban más apretando las pansas.

Las deformaciones eran terroríficas.

Y todo esto en silencio. Solo se escuchaban los crujidos de madera de la casa quemándose.

Los afectados no podían gritar, tenían las cuerdas vocales infladas. Apenas podían respirar.

Se movían los brazos y las piernas en un acto de desesperación, se tiraban al pasto.

Adele aguantó la respiración. De repente se dio cuenta que les estaba pasando a ellos y sintió lastima. Pero el hechizo era irreversible. Las inflamaciones seguirán hasta donde aguanta la piel, unos milímetros antes de reventarse.

Ahora parecían una banda de los goblins.

¡De repente atrás de Adele se hizo un “Bar—ra—jt! Bum! Bam!”. Se cayó el techo de la casa hecho carbón. Una ola de calor y unas llamas le lamieron la espalda. De la blusa salió humo. Se sintió el olor asqueroso a su propio pelo quemado.

Adele los miró a sus ex vecinos por última vez e hizo un paso adelante. Después otro.

Esta gente malvada ahora para ella era inofensiva como las vaquitas de San Antonio.

Se revolcaban en el pasto desesperados.

En la luz de los faroles parecían como unas pandas borrachas.

Al terminar con todos Adele tiró el dedo al pasto.

Adele pasó entre ellos, tirados en el pasto, gimiendo del dolor.

Por un momento la chica pensó dar vuelta y despedirse con la mirada de la casa, pero no. Quiso recordarla como era antes, entera.

Ya al salir a la calle vio el niño, hijo de la Sra. Malbrook. El único no afectado. El chico estaba sentado en el asfalto llorisqueando del miedo.

La miró a Adele con susto.

—No te haré nada malo —dijo ella.

— ¿Mi mama va a morir? —Preguntó el niño sollozando.

Adele se quedó pensando.

—No. Ahora está enferma, pero pronto se va a recuperar.

Adele se dio vuelta y caminó por la calle.

Llevaba solo la mochila con el libro. El resto lo perdió todo. Sus cosas, su ropa, dinero, la casa, al novio. Y el dedo índice de la mano izquierda.

En este barrio ya no la detiene nada.

A la dirección contraria por la calle pasaron a toda velocidad tres autos de policía, aullando con las sirenas y blincando con las luces.

“Ahora vienen apurados y no cuando yo necesitaba ayuda. Me gustaría saber” — pensó Adele malvadamente — “¿quién de los hechizados llamó a la policía y cómo?, ¿con los dedos tan gordos?”.

Adele acomodó la venda en la mano. Hay que ir al hospital. El efecto de anestesia iba a pasar en unas horas. Hay que atender la herida.

***

En la guardia del hospital había poca gente. De noche atendían así no más.

Adele se acercó al mostrador.

—Disculpe, tengo una herida en la mano.

La mujer del mostrador le regaló una mirada cansada y poco interesada.

—¿Qué tipo de herida?

—Un corte con cuchillo.

—Présteme su documento.

Después de ingresar sus datos en la computadora le devolvió la tarjetita plástica.

—Espere su turno. La van a llamar por el apellido.

—Gracias.

Adele se sentó en la silla y cerró los ojos. Puede descansar un poco.

Unos pasos rápidos de un grupo de personas reventaron el pasillo.

Una docena del personal médico salieron corriendo afuera.

Arrancaron los motores.

Aullaron las sirenas.

El reflejo de luces giratorias empezó a bailar en el vidrio de la recepción.

Adele otra vez cerró los ojos.

En media hora la llamaron.

El doctor que la atendió no se sorprendió mucho que una chica se cortó el dedo. Debe ser que vio los casos peores.

Le desinfectó la herida, puso una venda nueva e inyectó un calmante.

—La voy a internar por tres días — dijo el doctor. — así estará en observación.

“Me viene bien” — pensó Adele —“servirá como un descanso hasta que yo decida que hago ya que no tengo casa, ingresos, ni apoyo.”

La habitación era cómoda. Para ella sola. Sin tele, ni wifi, pero con baño privado.

Adele puso la ropa del hospital y se tiró en la cama. Se quedó mirando al techo. No tenía ganas de pensar en nada. Ni en el pasado, ni futuro. Solo estar aquí y ahora. Relajada. Descansada. Y después empezar la vida de cero, una hoja en blanco, como el color de este techo.

Pero el pasado reciente ya estaba caminando por el pasillo.

El ruido de las camillas pesadas rebotaba por las paredes y se mesclaba con los gemidos del dolor. Era una caravana.

—¿De dónde sacaron estos hipopótamos? — se escuchó del pasillo la voz masculina al pasar por la puerta.

—Nunca vio algo así — le contestó otra.

Adele levantó la cabeza. Se apoyó en el codo de la mano derecha, la sana.

Se quedó escuchando.

De a poco el ruido de las camillas se fue.

¿Qué puede pasar ahora? ¿Que la vean y la entregan a la policía? Entonces hay que moverse en el hospital con cuidado. O no salir de la habitación por tres días que le quedan. O directamente irse del hospital. ¿Pero adonde? Es probable que la policía la está buscando.



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En el texto hay: venganza, brujeria, amor macabro

Editado: 05.02.2025

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