Adn; Buscando mi origen

CAPÍTULO 1

HADES
Meses atrás

La música en mis audífonos resonaba al compás de los golpes que daba con el martillo sobre la madera. Movía la cabeza al ritmo de la melodía. Tal vez corría el riesgo de golpearme un dedo, pero siempre tenía buena puntería.

Sonreí satisfecho al ver que la tabla quedaba derecha por tercera vez. Algo, al menos algo en mi vida, podía verse perfecto.

Sentí una palmada en el hombro. Me quité los audífonos de un tirón y giré. Mi abuelo Víctor me miraba con esa mueca de decepción que solo usaba cuando me descubría aislándome con la música a todo volumen.

—¿Decías algo? —pregunté.

Negó con la cabeza y soltó una risa leve.

—Te hablo desde hace rato —bromeó con su tono grave y paciente.

—¿Pasa algo? —desvié la mirada hacia el bosque frondoso que nos rodeaba. El aire ahí siempre era más fresco que en la ciudad.

Vivimos en una cabaña, a varios kilómetros de la zona urbana. Mis abuelos siempre vivieron aquí, y aunque al principio lo odiaba, me fui acostumbrando. Mis padres, sabiendo del “daño” que podía causar con mi “don”, me dejaron aquí como si fuera un experimento fallido. Ellos siguieron con su vida.

Sé que tengo una hermana pequeña, Isabela. Tiene siete años. Sé que sabe de mí, pero nunca hemos hablado.

—Listo —dijo mi abuelo con tono satisfecho, observando la valla del porche que acabábamos de reparar. Miró su reloj—. ¿Vas a ir a clases hoy?

—¿Por qué no iría? —me encogí de hombros.

—Pues si no sales ya, se te va a hacer tarde.

Tardé unos segundos en procesarlo y asentí.

—En la tarde paso por ti. Hoy me entregan la camioneta del taller —agregó.

—Puedo volver caminando —respondí mientras entrábamos a la casa.

Tomé mi mochila y mis audífonos grandes de casco. Dejé los otros sobre la mesita del salón. Mi abuela Teresa me alcanzó una botella de agua con su típica sonrisa suave.

Su cabello castaño y ondulado tenía hilos de gris que no ocultaban su dulzura. Sus ojos celestes siempre me transmitían paz. Cuando me sonreía, sus arrugas apenas se notaban. Le di un abrazo breve.

—Con cuidado —dijo con ternura.

Asentí y salí.

---

Mientras caminaba por el bosque, levanté la vista hacia los árboles. Había crecido trepando esos troncos. Sonreí con melancolía.

Conecté mis audífonos y puse música. Al pasar frente a un charco, vi el reflejo de mis ojos en la pantalla de mi celular: grisáceos.

Otra vez cambiando de color. ¿Qué les pasa?

Bufé con frustración. La pantalla comenzó a distorsionarse. Apagué el teléfono y lo guardé.

Tengo un don. Uno que mi padre nombró “tecnopatía”. Básicamente, puedo controlar la electricidad o cualquier cosa conectada a ella. Aunque no lo domino. De hecho, soy pésimo usándolo a voluntad. Si me altero o me asusto, se descontrola. Como si el don tuviera vida propia.

Cuando llegué a la carretera, solo tuve que cruzar para estar a tres cuadras de la preparatoria. Al entrar al patio, me quité los audífonos al ver a Grecia acercarse.

Su cabello corto y liso era color chocolate. Tenía una piel aperlada, ojos rasgados que casi siempre entrecerraba por el sol, y un tono de voz que sabía cuándo ser dulce y cuándo afilado.

Como siempre, lo primero que hizo fue mirarme a los ojos.

—Siguen cambiando esas malditas lentillas tuyas —comentó mientras caminábamos hacia la entrada.

No respondí. Solo me encogí de hombros.

Desde que entré a la adolescencia, mis ojos comenzaron a cambiar de color. No tienen un patrón claro. A veces son grises, otras azules, verdes o... incluso dorados.

—¿Has visto a Roberto? —pregunté mientras abría mi casillero.

—Seguramente está con Gisela —respondió con desgano.

Desde que ese idiota tiene novia, prácticamente desapareció. A Gisela no le caemos bien. A mí, honestamente, tampoco me interesa agradarle.

Viví casi toda mi vida en soledad. La aceptación social nunca fue una prioridad para mí.

—Estos casilleros todavía dan toques —se quejó Grecia sacando la mano rápidamente.

Todos hacían lo mismo. Yo, en cambio, apenas sentía un cosquilleo. Tuve que fingir que me electrocutaba como todos.

—Desde esa descarga extraña de la semana pasada, nada volvió a la normalidad —dijo.

—Un cosquilleo horrible —intervino Arnoldo, acercándose a nosotros.

Él es un año mayor, pero repitió. Es relajado, seguro de sí mismo, algo egocéntrico. Y sin filtro.

—No quiero ir a tecnología —protestó—. Casi nos freímos vivos ahí.

Yo sabía exactamente por qué pasó. Me había frustrado con una computadora que no respondía. El teclado dejó de funcionar, y... el resto fue caos.

—Mi humor controla mi don —pensé.

—¿A qué hora cambiaste las lentillas por unas amarillas? —Grecia me examinaba otra vez.

«Genial», pensé. Los tenía dorados otra vez. No respondí.

—Quiero descubrir ese secreto —susurró.

—¿Qué secreto? —pregunté con tensión.

—El de cambiar lentillas tan rápido.

Solté un suspiro de alivio. Por un momento creí que había descubierto la verdad.

—El tiempo me hizo experto —mentí.

—O solo es el reflejo de la luz. Yo los veo azules —opinó Arnoldo.

Grecia frunció el ceño.

—Juro que los vi amarillos...

Apuré el paso para que dejaran de observarme. El tema del día en la escuela era el baile de primavera. A mí no me interesaba en absoluto.

Me preocupaba más la curiosidad de Grecia. Esa curiosidad... cada vez crece más.




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