Aethelgard: El códice de los sueños

Página 2: Aethelgard

Cuando Edda despertó, el aire ya no olía a polvo y soledad. En su lugar, una fragancia dulce y terrosa, como a rocío y flores silvestres, llenó sus pulmones. Sus ojos se abrieron lentamente, esperando ver el techo familiar de su habitación, pero lo que encontró la dejó sin aliento.

Estaba acostada sobre un lecho de musgo suave y brillante, bajo el dosel de árboles gigantes cuyas copas se extendían hacia un cielo de un azul tan profundo que parecía irreal. Los rayos del sol se filtraban entre las hojas, creando patrones de luz danzantes en el suelo. Flores de todos los colores imaginables, con pétalos que parecían de seda y néctar que brillaba, cubrían cada rincón. A lo lejos, escuchó el murmullo de un arroyo y una risa ligera que sonaba como el tintineo de campanillas.

Se incorporó, sintiendo una ligereza en su cuerpo que no recordaba haber tenido. Su ropa, el pijama desgastado con el que se había dormido, se había transformado. Ahora vestía un sencillo pero elegante vestido de lino color lila, que se fundía con el entorno, y sus pies estaban descalzos, sintiendo la suavidad de la tierra bajo ellos.

Mientras observaba el lugar, un destello de luz capturó su atención. Era pequeño, no más grande que su pulgar, y volaba con alas iridiscentes, como las de una libélula, dejando un rastro de polvo dorado. La criatura se acercó a ella con curiosidad, sus ojos grandes y brillantes inspeccionándola.

"¡Oh, mira lo que tenemos aquí! Una visitante del otro lado", exclamó con una voz tan aguda como el canto de un pájaro. "Pero no cualquier visitante. ¡Es una de las elegidas, lo puedo sentir!"

Edda parpadeó, sin saber si estaba soñando o si la falta de sueño le estaba jugando una mala pasada. "¿Del otro lado? ¿Elegida? ¿Quién... quién eres tú?"

La pequeña criatura revoloteó alrededor de su cabeza antes de posarse delicadamente en su hombro. Era un hada, con una piel tan pálida como la luna y cabello del color de las hojas de otoño. Llevaba una pequeña túnica hecha de pétalos y una diadema de bayas silvestres.

"Soy Lyra, un hada de la luz. Y tú, querida Edda, acabas de cruzar el umbral hacia Aethelgard, el Reino de los sueños", dijo Lyra, y una sonrisa se extendió por su rostro, iluminándolo aún más. "Tu libro... el Códice... te trajo aquí. Es la única forma en que los humanos pueden entrar sin destruir nuestro mundo".

Edda miró a su alrededor, procesando las palabras de Lyra. El peso de su antigua vida, la soledad y la tristeza, parecían haberse disuelto con el rocío de la mañana en este lugar. Todo era vibrante, lleno de vida, y por primera vez en mucho tiempo, Edda sintió una chispa de esperanza encenderse en su interior.

"¿Aethelgard?", susurró Edda, la palabra sonando como una melodía en sus labios.

Lyra asintió con entusiasmo. "Sí, Aethelgard. Y hay mucho que debes ver y aprender. Tu llegada no es una coincidencia. El Códice no elige a cualquiera para venir aquí".

Edda no pudo evitar una pregunta que le quemaba los labios. "¿Entonces, todo esto es real? ¿Las hadas, los duendes...?"

Antes de que pudiera terminar, un coro de risas se escuchó desde los arbustos cercanos, y varias figuras pequeñas y ágiles salieron a la vista. Eran duendes, con gorros puntiagudos y barbas de musgo, que la observaban con una mezcla de curiosidad y un poco de cautela. Uno de ellos, el más anciano y barbudo, se adelantó.

"¡Claro que es real, humana!", dijo con una voz ronca pero amigable, mientras se rascaba la barba. "Tan real como las preocupaciones que te trajeron hasta aquí. Pero aquí, tal vez esas preocupaciones puedan transformarse en algo más".

Edda sonrió, una sonrisa genuina que no había sentido en años. La soledad se había ido, reemplazada por la maravilla y la promesa de lo desconocido.




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