Aether

COLORES

LENA

 

Tock tock.

Me apuré a abrir la puerta de mi habitación y mi vista quedó obstruida por un lindo, muy lindo torso masculino donde pequeñas gotas de agua pendían de un moreno y bien cuidado abdomen. Sin poder evitarlo, mi mirada siguió a unas gotas hasta que cayeron por la línea de las caderas, apenas cubiertas por una toalla blanca.

«Dios bendiga el momento en que se me ocurrió venir a vivir a esta pocilga» oré en mi interior.

Temiendo que el dueño de ese abdomen notara mi falta de decoro, levanté la vista para encontrarme con los bonitos ojos negros de Gabriel. Su rostro era casi tan interesante como su cuerpo, con una mandíbula firme y pómulos anchos. De su largo cabello oscuro aún caían gotas de agua. En sí era una visión espectacular, aún con aquel velo rojizo de su aura. Rojo: acción, vigor, pasión.

Si, había dicho aura. Yo podía ver el aura de las personas. Siempre pude hacerlo. Tanto la mía como la de los demás. Azul, verde, rosado, todos se limitaban a convertirse en un color para mí. Y aunque no era un don muy sorprendente cuando lo mantenías en secreto, era muy práctico para conocer a los demás. Las auras me decían el carácter de las personas y, cuanto más brillantes eran sus colores, más puro era su corazón. Sonaba cursi, pero era efectivo.

—El baño te está esperando, Lena —la voz de Gabriel me sacó del aturdimiento, y traté de dedicarle la sonrisa más inocente que pude mientras lo veía encaminarse hacia su habitación.

—Gracias —le grité antes de volver a meterme al cuarto.

Tomé rápidamente mi neceser y mi bata y corrí hasta el único baño de la casa temiendo que algunas de las chicas, en especial Marisol, pretendiera robar mi turno. Estaba a punto de entrar al cuarto de baño cuando un destello rojo y amarillo entró antes que yo, cerrando la puerta de un golpe.

—¡Marisol! —grité golpeando la puerta del baño. —Abrime enana, es mi turno.

—¡Lo siento! —chilló su voz sobre el ruido del agua—. Es una emergencia.

—¡Siempre es una emergencia! —me quejé, resignada. Siempre era lo mismo con ella. María Soledad Gutiérrez era amarillo: energía, alegría e inconstancia. Eso, sumado su cabello rojo la convertía en la principal fuente de color de El Rancho.

El Rancho era el nombre que le habían dado a la residencia en la que vivíamos. Si es que esto se podía considerar una residencia estudiantil. En realidad, era una antigua casona de estilo europeo ubicada en uno de los barrios más antiguos de la ciudad de Neuquén. Cuando los dueños murieron, su hija la había reacondicionado un poco para convertirla en una pensión para estudiantes universitarios. Ahora contaba con seis residentes que se apiñaban en cuatro habitaciones y teóricamente dos baños, aunque solo uno funcionaba, y todos debíamos seguir un estricto horario para usarlo. Todos salvo Marisol.

A veces entendía la preocupación de mi madre cuando decidí mudarme a este lugar para poder estudiar Administración en la capital. La casa era muy antigua, tenía algunas goteras, las tuberías no siempre funcionaban bien, las maderas del suelo crujían y se rumoreaba que había fantasmas en el ático. Y lo peor para ella: era una residencia mixta. Ella temía que, no sé, los chicos se pasearan semidesnudos por la casa. O que se fomentara la promiscuidad y las orgías. De esto último podía estar segura que no sucedía porque la única regla que todos respetábamos a rajatabla era la de "no sexo en El Rancho". Después de todo nadie creía que el suelo del segundo piso aguantara un sacudón.

Sin embargo, El Rancho había sido la opción más económica y sus residentes me habían dado una buena primera impresión. Sus auras coloridas los habían delatado como buenas personas. Y, luego de vivir allí durante todo un año escolar, podía asegurar que no me había equivocado.

Aunque ahora debía rendirme ante el hecho de que tendría que esperar que Marisol terminara de usar el baño y me dirigí a la cocina por un vaso de agua.

Nada más entrar noté unos destellos naranjas y verdes en la mesa. Ayelén estaba ofuscada, marcando una gran pila de copias con rotuladores de colores. A su lado, Sam estaba leyendo una de sus revistas ecologistas, mientras le cebaba mate a la otra chica. El aura de Ayelén era anaranjada: entusiasmo, seguridad y generosidad. Al igual que con Gabriel, el aura de Ayelén Castillo parecía combinar con su piel cobriza y rasgos fuertes que heredó de su linaje mapuche y llevaba con orgullo. Por su parte, Samanta Wilde tenía la piel tan bronceada por el sol era casi más oscura que su cabello rubio y hacía destacar sus pecas. Y su aura, al igual que todo lo que le gustaba, era de un precioso color verde esmeralda: esperanza, paz y vida.

—No me digas —dijo Ayelén, sin levantar la vista de sus apuntes cuando me oyó abrir la heladera—. Marisol.

Le sonreí con amargura a la botella de agua vacía y abandoné mi búsqueda.

—Otra vez —respondí, dejándome caer en una silla junto a la mesa.

—No te molestes, Lena —dijo Ayelén en tono conciliatorio—. Creo que quiere verse bien para esta noche.

—Lo sé. Dijo que era una emergencia —suspiré, tomando el mate que Sam me pasaba. Supuse que Marisol tendría una cita o algo así.

Yo había sido hija única hasta los diez, cuando nacieron los gemelos. Santiago y Mateo eran los hijos que mi padre tuvo con su segunda esposa y tampoco nos relacionábamos mucho que digamos. En casa solo éramos mamá y yo. Así que esta había sido mi primera experiencia conviviendo con más de una persona. Tampoco había tenido muchas amigas durante mi vida. El pueblo donde crecí parecía estar habitado solamente por ancianos, ovejas y extraterrestres, según los rumores.




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