Aether

ARCHIENEMIGOS

IZAN

 

—¿Crees que vas a estar bien, Izan? —preguntó Niz... No, Soren Trevor. Ese era su nombre en esta vida.
—No creo que suponga mucho problema —le respondí a través de un cable telefónico que me conectaba con mi amigo a cientos de kilómetros. El teléfono de la pensión era algo anticuado, aún había que marcar los números con una rosca, pero eso no era problema mientras funcionara. Había manejado máquinas más precarias en el pasado.
—Es peligroso —me recordó Soren. Su voz siendo traída desde Escocia en tan solo un instante.
—Por eso mismo tenía que volver. Ella podría estar en peligro —repliqué, desviando mi mirada hacia el ventanal. Mientras sostenía el teléfono junto a mi oreja con una mano, con la otra corrí la pesada cortina. Del otro lado de la antigua ventana y del patio delantero donde solo crecía pasto y yuyo, la calle seguía quieta y las ventanas de los vecinos aún no se iluminaban. Después de todo, solo eran las cinco de la mañana y el barrio aún dormía.
La residencia donde Lena había decidido vivir su vida universitaria –y donde yo vine por ella- era bastante acogedora. Sus residentes eran buenas personas. Quizás hubiera alguno traía grandes mentiras en su mochila u otro que se dejaba llevar por la envidia, pero ninguno tenía malas intenciones para con el otro. Lena no podría haber elegido mejor lugar. Pero claro, ella siempre había sido muy buena juzgando a las personas.
—Podrías haberte quedado aquí conmigo —dijo Soren.
—Estar juntos mucho tiempo es aún más peligroso que estar cerca de alguien como Lena —le recordé. Soren no dijo nada, sabía que yo tenía razón.
Luego de terminar la secundaria les dije a mis padres que iría a estudiar Geología en el Reino Unido. Ellos no se negaron, tenían los medios y sabían que yo tenía la inteligencia necesaria y capacidad suficiente para cuidarme solo. Cuando llegué allí me encontré con Niz, digo, Soren. A quien no había visto en mucho tiempo. Sin dudas estaba tan cambiado que apenas lo reconocí. Pero no había pasado un año antes de que decidiera volver a Argentina con la terrible premonición de que algo sucedería pronto. Además, uno solo de nosotros ya atraía a seres peligrosos de por sí. Dos o más juntos formaban un faro.
En ese momento escuché que uno de los habitantes de El Rancho, como llamaban a este lugar, se estaba despertando.
—Y, hablando del diablo... Debo colgar —le dije a Soren—. Hablamos luego.
—Cuídate, Izan.
—Vos también —dije y colgué.
Me dirigí hacia la cocina. Quizás era un buen momento para un café. Me sentía cansado y tenía muchas cosas que ordenar en mi cabeza, por no mencionar en mi nueva habitación. Necesitaba aprovechar este momento antes de que todo comenzaran a despertar y el barullo no me dejara concentrarme.

 

LENA

        

—...pronóstico para hoy es parcialmente nublado con temperaturas mínimas de... 

El maldito despertador comenzó a sonar a las cinco de la mañana, como siempre. ¿Quién me había mandado a conseguir un trabajo en la otra punta de la ciudad?
—¡Apagá esa cosa! —gritó Marisol, desde debajo de sus mantas de la cama de al lado.
Estiré mi mano hacía mi mesita de luz, y con la gracia de un zombie, le di unos cuantos manotazos al despertador antes de que lograra apagarlo.
El fresco otoñal golpeó mis piernas desnudas mientras cambiaba mi pijama por un jean y una remera mangas largas debajo de un buzo de colores. Este me quedaba un poco corto y dejaba una franja de mi cintura desprotegida ante el frío, así que agregué una campera a las capas. Tomé mis zapatillas deportivas y arrastré mis pantuflas en la oscuridad hasta que llegué al rellano de la escalera. La luz del comedor bajo la escalera estaba encendida y el aroma a café impregnaba el lugar. Me pregunté quién se habría levantado tan temprano. Quizás Gabriel había tenido que salir de emergencia con los bomberos o Maya tenía que preparar un examen.
Pero no era ninguno de ellos quien estaba jugueteando con la cafetera. Como si despertara de un bello sueño para caer en la horrible realidad, allí estaba Izan para recordarme que ahora era mi nuevo compañero de residencia.
Intenté ignorarlo mientras entraba cruzaba a su lado encaminándome hacia la heladera por leche, sin resistir del todo el delicioso olor que salía de la taza que se estaba sirviendo que...
«¿Esa no era mi taza?»
—Perdón, Muffin, todavía no llegaron todas mis cosas. Espero que no te moleste que la haya tomado prestado —se disculpó. 
—Y yo espero que no te moleste que te pegue una patada en el culo por tomar mis cosas sin permiso —repliqué con brusquedad. 
Me quedé mirándolo, esperando que mi indignación fuera tan tangible como para ahogarlo con el café. Él estaba vestido con ropa deportiva, descalzo, y su cabello era un nido de pájaros. Con la poca luz que entra desde la ventana, su aura se veía más brillante e inquietante. Los colores se arremolinaban a su alrededor en un suave baile. ¿Por qué estaba tan inquieta? Parecía como si alguien lo estuviese cocinando en un guiso de arcoíris.
—¡Oh, dale! Hemos crecido juntos, Muffin. Somos como mejores amigos. Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío —exclamó poniendo una cara de cachorrito que solo provocaba que quisiera golpearlo.
—Mejores amigos, mis polainas —me quejé mientras tomaba una de las tazas extras que había en la alacena ¿Por qué no había agarrado una de estas?—. Si llegáramos a tener algún tipo de relación, Dios no quiera, seríamos achienemigos, Izan.
—Sos mala, Muffin.
Esto ya era el colmo. Con un gruñido dejé la taza sobre la mesada y me volví hacia él. No se imaginan las ganas que tenía de echarle la jarra de café caliente sobre su enorme y hueca cabezota.
—¿Yo mala? ¿Quién es el que siempre decapitaba mis muñecas y hacía bromas sobre mi cuerpo? —repliqué. Arranqué mi taza de manos de Izan y eché lo que quedaba de café en otra antes de lavar la mía en el fregadero—. Y no vuelvas a decirme Muffin, ya estamos grandes para esos apodos estúpidos —agregué antes de salir de la cocina a paso firme.
Créanme cuando decía que no me molestaba para nada mi cuerpo. No era del tipo 90-60-90, pero me gustaba como era. "Gordita y bonita", ese siempre había sido el lema de mi madre. Pero aun así detestaba que jodieran con mi peso. No tenían el derecho de hacerlo.




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