Aether

SUVENIR

LENA

 

Ya hacía un mes que Izan se había incorporado al Rancho y se había puesto en campaña de joderme la vida. Lo peor era que el maldito tenía experiencia en ello. Lo hacía con actos pequeños, como tomar prestadas mis cosas sin permiso, o preparar exactamente lo que no me gustaba el día en que le tocaba cocinar, o llamarme por ese estúpido apodo. Todas eran cosas pequeñas y tontas por las que yo no podía recriminarle sin parecer una histérica.
La primera semana de mayo se había ganado el premio a la Peor Semana de Mi Vida. Cortesía del adorable Izan, obviamente. 
El lunes, Izan se dejó "accidentalmente" un bóxer rojo en el lavarropas que tiñó toda mi roba blanca. Convirtiendo mi camisa favorita en un flamenco vomitado. El miércoles, mientras todos estábamos holgazaneando o estudiando en la cocina, se puso a contarle a quien quisiera oírlo mis peores anécdotas de la escuela.
—¿En serio vomitaste sobre la abanderada? —preguntó Ayelén, realmente sorprendida, cuando Izan les contó de aquella vez que estuve muy enferma durante un acto. Yo era primera escolta y no podía faltar; pero en medio del acto por el 9 de Julio descargué mi desayuno sobre la abanderada de la bandera nacional.
—Es cierto —dijo Izan con entusiasmo, esquivando mis miradas de odio. Estaba tan divertido de verme colorada y enojada. —La pobre Nora no sabía qué hacer, luego de eso no volvió a llevar la bandera.
—¿Por qué nunca nos lo contaste, Lena? —preguntó Marisol entre las risas de todos.
—Porque no fue divertido —dije intentando controlar mi voz. No debía perder los estribos, no debía permitir que Izan viera que esto me afectaba.
—Tranquila, Lena —agregó Gabriel pasándome un brazo por los hombros, intentando calmarme.
«Al menos, algo bueno de esto saqué» pensé, mientras me dejaba consolar por Gabi. Aunque sabía que no debía hacerme ilusiones, Gabriel era así de amable con todo el mundo. 
Esa era la principal razón por la que me ponía tan boba cuando estaba él.
Gabriel era la persona más buena que conocí jamás. Él había dejado su comunidad para convertirse en profesor de matemáticas e incluso era bombero voluntario desde hacía dos años. Él siempre procuraba ayudar a los demás con una sonrisa, inclusive a aquellas personas que lo discriminaban por pertenecer a una comunidad mapuche. Él y Ayelén habían llegado desde la misma comunidad enfrentando cientos de prejuicios y temores, dentro y fuera de esta, para obtener conocimientos con los que pudieran ayudar a los suyos. Algún día Gabriel volvería a su pueblo siendo profesor y Ayelén, pediatra. Yo los admiraba por ello.
Si no fuera por ellos dos, ya habría matado a Izan en estas semanas. Estaba casi segura que Nicolás me hubiera ayudado a enterrar el cuerpo en el patio, siempre y cuando no lo hagamos debajo del huerto de Samanta.
Así que, en cuanto pude hacerlo, decidí tomarme un descanso de Izan. Aproveché un fin de semana largo previo a unos exámenes que él debía tomar y fui a casa.
Había vivido con mi madre toda la vida en Las Ovejas, un pueblito al borde de la Cordillera, a unas siete horas de la capital de Neuquén. Era un lugar realmente lindo para visitar, rodeado de lagos y ríos que espejaban un enorme cielo, pero extremadamente aburrido para habitar. Había más ovejas que humanos y quizás más que extraterrestres.
Ese sector de la población había atraído la atención de los medios y los turistas en los últimos años. Cada vez llegaban más personas durante el verano esperando ver las extrañas luces en el cielo. 
Al menos mi familia estaba sacando provecho de esos tarados. Después que mi abuelo hubo asegurado ser abducido por alienígenas, esparciendo los primeros rumores sobre aliens, mi madre se había montado una tienda de suvenires para los turistas. En principio había tenido lo normal: bisutería hecha con piedras de las minas cercanas, cuencos y vasijas con motivos pictóricos, y tejidos. Muchos tejidos hechos de lana autóctona. Más tarde había empezado a agregar llaveritos y figuritas de hombrecitos verdes y platillos voladores, remeras que aclamaban "Yo vi un OVNI en Las Ovejas", postales donde se veía a un platillo abducir a un rebaño de ovejas y el perfil de la Cordillera de fondo. Y un largo etcétera que podrían imaginarse. Pero luego se sumaron chucherías del New Age como piedras de energía, cartas de adivinación, talismanes y muchas cosas hippies. 
Eso último había sido mi culpa y no de mi abuelo o los OVNIS. Cuando mi madre descubrió que yo podía ver las auras, sin decírselo a nadie, comenzó a investigar eso y terminó metiéndose en toda esa cosa esotérica. Ella tenía la teoría de que yo era una niña índigo. Todos los padres creían que sus hijos eran especiales, pero mi madre estaba convencida de que yo sí lo era.
Durante años yo había aceptado la teoría de mi madre. Me hacía sentir menos rara y me gustaba imaginar qué tipo de habilidades especiales podían tener otros niños índigos. Pero cuando llegué a la adolescencia descarté todas esas ideas. Yo no quería ser especial y, sobre todo, no quería conocer a otros fenómenos como yo. Solo quería pasar el resto de mi vida pretendiendo ser normal.
Entrar a esa tienda que en mi niñez me parecía tan mágica, ahora me daba algo de repelús. Pero aquí estaba, dejándome abrazar por mi madre en medio de todo ese cachivache. 
Por suerte ese día no parecía haber turistas y mi madre cerró temprano para que vayamos a casa por unos mates.
Nuestra casa era pequeña. Después de todo éramos solo dos y cabíamos perfectamente en la mesa de la cocina, aunque mi madre era tan grande como yo. Caderas anchas que apenas cabían en sus jeans tiro alto y un pelo oscuro que sobrevivía dignamente a las permanentes. Su rostro apenas mostraba signos de la edad. Parecía que mi mamá se había quedado una o dos décadas atrasada en el tiempo.
Los que no parecían caber en la cocina eran mis tres perros pastores: Colita, Negro y Chiquito (que era el más grande de los tres). Lo sé, no eran los nombres más originales del mundo, pero funcionaban. Después de haberme recibido con colas inquietas, mucha saliva y tiradas de pelo, se habían echado a nuestro alrededor en el suelo de la cocina mientras mi madre inquiría sobre mi vida en la ciudad. No me molestaba hablarle del Rancho, la facultad o mi trabajo, pero ella se detuvo especialmente en la incorporación de Izan a la pensión.
—Cuando su madre me dijo no lo podía creer. Dejar aquella oportunidad de estudiar en el extranjero —exclamó mi madre, mientras bebía un mate—. Aunque debo admitir que tampoco me extraña. Él siempre ha sido muy dependiente de vos. Ustedes crecieron juntos, después de todo.
—Claro —respondí, tomando una de las galletas caseras que mamá había hecho. «Él no puede vivir sin estar jodiéndome la vida» agregué para mis adentro. El mayor defecto de mi madre era que adoraba a Izan. 
—Ah, casi me olvidaba —exclamó ella, estirando la mano para tomar un papel que estaba imantado a la heladera—. Sabés, el otro día alguien preguntó por vos.
—¿Quién? —pregunté, curiosa a medias.
—No sabría decirte. Era una chica de como tu edad. Me dijo que era una vidente —respondió, entregándome el papel con un nombre y un número telefónico anotado en él.
—Ajam —murmuré, ya sin nada de curiosidad.
—No creo que seas la más indicada para ser escéptica, Magdalena. Además, sabés que no es tan fácil engañarme —respondió mi madre. Y sabía que tenía razón. Ella tenía un sentido agudo para detectar mentiras, aunque no servía cuando la gente decía algo que creía cierto.  Tal vez ella también era un poco especial—. Esta chica me dijo que también era una niña índigo. Está buscando a otros como ella y como vos. 
—Pues, yo no estoy muy interesada en conocer "otro como yo" —contesté, devolviéndole el papel a mi madre y zanjando el tema.




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