Aether

CASA

LENA

 

Izan y yo tomamos el primer bus que nos llevara a Las Ovejas.

A nuestros compañeros le extrañó nuestra prisa, pero tuvieron que conformarse con la explicación de que se trataba de una emergencia familiar.

Izan me insto a dormir durante las siete horas de viaje, pero mi cabeza no me daba tregua. No dejaba de hacer una lista de todas las posibles situaciones peligrosas a las que mi mamá podría enfrentarse. Izan debió leer mis pensamientos, porque se metió en mi cabeza y no dejó de repetir una cancioncita en un idioma que parecía inglés, pero era tosco y melodioso. No dejó de hacerlo por más que lo insultara, amenazara o incluso golpeara un poco. Solo se detuvo cuando me quedé dormida.

Antes de que me diera cuenta, el bus se estaba deteniendo en la estación de servicio del pueblo, sobre la Ruta 43. Antes incluso de que abriera los ojos, sentí que mi cabeza reposaba sobre algo duro pero cálido. Con miedo, abrí un ojo y, efectivamente, mi mayor temó se había cumplido, me había quedado dormida con la cabeza sobre el hombro de Izan. Casi salté del asiento para alejarme de él.

―Lo hiciste apropósito ―me quejé, fregándome los ojos para quitarme el sueño.

―Es que te ves linda cuando duermes ―bromeó él, poniéndose de pie―. Aunque babeas bastante.

Llevé mi mano a mi boca, pero no había nada que me hiciera pasar más vergüenza de la que ya había sufrido.

―Ya estamos en casa ―anunció Izan, mientras buscaba nuestros bolsos del maletero.

Le arrebaté el mío cuando pasé a su lado y bajé del bus lo más rápido que podía. Solo habíamos llevado una mochila cada uno con lo mínimo e indispensable. Ni siquiera habíamos alzado comida. Yo no creía ser capaz de ingerir algo hasta que viera a mi madre.

Debían ser como las dos de la tarde y no había ni un alma en la estación a la que podamos pedir un aventón. Tendríamos que ir caminando hasta el otro extremo del pueblo en plena siesta y con aguanieve cayendo sobre nosotros. ¿Acaso todo me iba a salir mal hoy?

Sin voltearme a ver si Izan estaba a mi lado, comencé a caminar hacia casa con pasos apurados. Al instante, escuché que me seguía y sentí que la aguanieve ya no caía sobre mí. Izan se había puesto a mi lado con un paraguas sobre nosotros. No dije nada y seguí caminando. La siesta era una hora sagrada para muchos, más cuando el cielo estaba encapotado, anunciando nieve, como ahora. Caminamos por el costado de la ruta hacia el norte sin decir una palabra.

Cuando al fin divisamos la tienda de recuerdos de mi madre, con su colorido cartel, las fuerzas que había ido desperdigando por el camino volvieron de golpe. Estacionado frete a casa había una camioneta Ford que no conocía y también una patrulla de policía. Izan y yo cruzamos una mirada llena de terror antes de correr hacia casa.

Para cuando rodeé la tienda para entrar por la puerta de la cocina, Izan me detuvo. Quise desprenderme de él, pero era más fuerte que yo.

―Ella está bien, la escucho ―dijo Izan, clavando su mirada metálica en mí―. Calmate un poco, Lena. Sería peor para tu mamá si te ve llorando así.

―¿Sabés qué pasó? ―pregunté al borde de la histeria.

―Un poco. Lo importante es que ella está bien. Pero no será bueno para ella que la asustes así.

Aunque nunca lo admitiría, él tenía un poco de razón. Respiré hondo y sequé el agua fría de mi rostro. Volví a respirar antes de abrir el portoncito que daba al jardín. Al instante fui recibida por dos pares de hocicos húmedos. Acaricié distraída a Negro y Colita, que rápidamente dirigieron su ataque a Izan, y entré en la casa.

Lo primero que vi en la cocina fue a mi padre, un hombre alto y de abundante barba rubia. Estaba apoyado contra la mesada, junto a la puerta, con sus brazos cruzados y la mirada ceñuda que se convirtió en una expresión de sorpresa cuando me vio entrar como corrida por el diablo.

―¿Papá?

―¡Hija! ¿Qué...? ―comenzó a decir, pero lo interrumpí con cientos de preguntas.

―Tranquila, Lena ―escuché otra voz conocida.

Esta vez fue mi turno de sorprenderme al encontrarme con mi ex novio en medio de mi cocina, junto a mi padre y al padre de Izan. Para colmo, llevaba puesto un uniforme de policía.

―¿Qué hacés acá, Diego? ―chillé, completamente histérica―. ¿Qué hacen todos ustedes en mi casa? ¿Dónde está mi mamá?

Entonces sentí las manos de Izan sobre mis hombros, obligándome a sentarme en una silla junto a la mesa. Inmediatamente, mi papá puso un vaso de agua frente a mí y se sentó a mi lado. Los demás hombres de la sala se quedaron parados, con miradas oscuras y brazos cruzados.

―Tu mamá está bien, pero... ―dijo en un tono tranquilo, aunque sus ojos estaban llenos de preocupación. Buscó tomar una de mis manos, pero yo lo esquivé sujetando el vaso de agua con las dos manos.

Mi padre suspiró y luchó por buscar palabras que al final no encontró. Fue el padre de Izan quien habló por él.

―Hace un rato entraron a robar ―dijo con tono práctico, pero amable―. Tu mamá está bien, la golpearon un poco, pero no es nada grave. Ahora está descansando. Sufrió un gran shock.




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