Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO II: La Creación de los Humanos

El tiempo en Elyssar fluía como un río eterno, sin orillas que lo contuvieran, sin estaciones que lo marcaran. Pero en Eldoria, el tiempo se medía en amaneceres, cada uno un latido en el corazón de la creación. Y ahora, tras incontables auroras de espera, había llegado el día más sagrado: el nacimiento de la obra más preciada del Dios Absoluto.

Desde la inmensidad de Su existencia, el Creador contempló el mundo restaurado. Las montañas, talladas en luz estelar, brillaban como altares naturales; los mares se arremolinaban en danzas cósmicas, acariciados por un viento que olía a promesas; los ríos cantaban en voces cristalinas, llevando en sus corrientes la pureza de lo recién nacido. Pero entre tanta perfección, algo faltaba.

Los Guardianes estaban allí, custodios silenciosos de equilibrio. Los ecos del pasado seguían vivos, grabados en el aire como runas invisibles. Pero el mundo, en toda su grandeza, seguía vacío.

No era vida lo que faltaba, sino una vida. No criaturas forjadas por la mano divina, atadas al destino desde su primer aliento. No seres nacidos del deber o el sacrificio, sino de la libertad pura, indómita.

El Dios Absoluto alzó Su mirada hacia el horizonte, donde el cielo se fundía con la tierra en un abrazo dorado. Allí, en ese límite entre lo celestial y lo terrenal, brotaría el milagro final: vida que eligiera, que errara, que creciera sin ataduras. Vida que, por primera vez en la eternidad, sería dueña de su propio destino.

Y así, con un susurro que atravesó las edades, comenzó el alba de todo.

Y así fue como la voz del Dios Absoluto resonó en los confines de la creación, un mandato tan poderoso que hizo temblar los cimientos de la realidad misma. De la tierra que otrora fuera ceniza y desolación, surgieron figuras que se alzaron con torpeza y asombro. No fueron esculpidos del fuego purificador ni forjados en los yunques celestiales, sino delicadamente moldeados del polvo estelar y las lágrimas de los ríos, una amalgama perfecta de fortaleza y fragilidad.

Sus cuerpos, aunque resistentes, sangraban con facilidad. Sus mentes, agudas como espadas recién afiladas, tropezaban con los límites de su comprensión. Sus espíritus, libres como el viento, nunca encontraban reposo. Eran humanos en un 98%, terrenales en esencia y sustancia. Pero ese 2% divino que ardía en sus corazones era la semilla de lo trascendente, un puente diminuto pero indestructible hacia Elyssar, el reino de lo eterno.

El Dios Absoluto los contempló, y en Su mirada no había juicio, sólo un amor tan vasto como los océanos recién creados. No los adornó con alas de luz, ni los colmó de poder incalculable. No les reveló los secretos del pasado ni les mostró los caminos del futuro. No los hizo inmortales, porque sabía que sería una carga demasiado pesada para sus hombros mortales.

En lugar de todo eso, les entregó el don más precioso y peligroso: la libertad absoluta. No conocerían de los Guardianes que velaban en las sombras, ni a los dioses que alguna vez gobernaron los cielos. Las guerras cósmicas, las caídas de civilizaciones, los pactos divinos - todo esto sería para ellos como un sueño que no recordaban al despertar.

Vivirían sin el yugo de un destino predeterminado, sin la carga de un propósito impuesto desde lo alto. Pero en su inocencia, en su ignorancia sagrada, llevarían consigo el más profundo de los misterios: la capacidad de elegir. De levantarse o caer. De crear o destruir. De buscar la luz o perderse en las sombras.

Y así, sin saberlo, se convirtieron en el experimento más audaz de la creación, el último acto de fe de un dios que, en Su sabiduría infinita, prefirió el caos de la libertad al orden de la obediencia ciega.

El Dios Absoluto no grabó sus leyes en tablas de piedra ni envió ángeles con trompetas para dictar su voluntad. No trazó caminos obligatorios en la tierra ni tendió puentes dorados que condujeran inexorablemente a su presencia. Pero su voz, aunque silenciosa, no permanecería oculta para siempre.

En el fluir de los siglos, entre el oleaje constante de generaciones humanas, surgirían almas cuya esencia resonaba con el ritmo mismo de la creación. Eran los Elegidos, no distinguidos por títulos terrenales ni vestiduras sagradas, sino por una cualidad invisible pero luminosa: la pureza de espíritu que les permitía percibir el susurro divino en el murmullo del viento, en el canto de los pájaros al amanecer, en el silencio entre dos latidos del corazón.

No ocuparían tronos ni levantarían templos monumentales. No blandirían espadas consagradas ni exigirían obediencia ciega. Serían campesinos que araban la tierra con manos callosas, madres que cantaban canciones de cuna en la penumbra, niños que miraban las estrellas con ojos llenos de preguntas. Humanos comunes en apariencia, pero portadores de un don extraordinario: la capacidad de escuchar la voz que hablaba en el lenguaje del universo.

A través de ellos, la voluntad del Creador se filtraría al mundo como la luz del alba atraviesa las hojas de los árboles. Serían faros en la niebla de la existencia terrenal, recordando a su especie que más allá del polvo y la mortalidad había un hogar esperándolos. Mantendrían viva la promesa de Elyssar no con grandilocuentes proclamaciones, sino con la quietud de sus acciones, la bondad de sus intenciones, la integridad de sus vidas.

El camino hacia la trascendencia no estaría pavimentado con oro ni custodiado por ángeles de espadas flameantes. No se compraría con riquezas, no se conquistaría con poder, no se descubriría en grimorios secretos. La puerta sólo se abriría para aquellos cuya existencia misma se había vuelto un reflejo de la voluntad divina, no por imposición, sino por elección consciente, día tras día, momento tras momento.

Así quedó establecido el pacto silencioso entre lo divino y lo humano. Un acuerdo escrito no en pergaminos ni en piedra, sino en el lenguaje indeleble del alma.

Los siglos tejieron su trama invisible sobre la faz de Eldoria. Los humanos, ignorantes del drama cósmico que había precedido su existencia, poblaron la tierra con la inocencia de quienes creen ser los primeros en pisar el mundo. Construyeron aldeas que se convirtieron en ciudades, ciudades que se alzaron como imperios. Inventaron herramientas que extendieron sus manos, lenguajes que dieron voz a sus pensamientos, tradiciones que ataron generaciones como eslabones de una cadena dorada.




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