Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO III: Los Elegidos y la Fe Olvidada

El mundo giraba imperturbable en su ciclo eterno. Ciudades de piedra y argamasa brotaban como hongos después de la lluvia, reinos nacían y morían al compás de ambiciones humanas, mentes curiosas escudriñaban los secretos del mundo visible con la obstinación de quien cree que toda verdad puede palmarse y medirse. Pero el Dios Absoluto permanecía como un misterio insondable - no se dejaba ver en nubes gloriosas, ni tocarse en reliquias sagradas, ni hablar con la voz atronadora que los hombres esperaban de lo divino.

Cuando los primeros Elegidos emergieron, portando en sus corazones el eco de la voz creadora, creyeron ingenuamente que la humanidad caería de rodillas ante la revelación. Pronto descubrirían su error. "¿Un Dios que se esconde? ¿Un mensaje que solo vosotros oís?", les espetaron con sonrisas burlonas. Los tildaron de dementes que hablaban con sus propias sombras, de embaucadores hambrientos de atención, de poetas que confundían sus ensoñaciones con verdades eternas.

El rechazo fue su primer bautismo. Algunos Elegidos, heridos por el desdén, se enmudecieron, ahogando su don en el silencio cobarde. Otros se retiraron a desiertos y montañas, convencidos de que la humanidad no merecía la luz que portaban. Pero hubo unos cuantos, los más sabios o quizás los más obstinados, que comprendieron la naturaleza del mensaje que llevaban.

Estos no alzaron voces airadas ni empuñaron armas de hierro para imponer su verdad. Hablaron con el lenguaje silencioso de los actos: curaron heridas sin pedir recompensa, compartieron pan con los hambrientos, respondieron a la violencia con una calma inquebrantable. No construyeron altares ni exigieron pleitesía, sino que plantaron semillas de reflexión en los surcos de cada encuentro. Y así, gota a gota, como la lluvia fina que abre surcos en la piedra, la verdad comenzó a filtrarse en el corazón del mundo.

No fueron los reyes en sus tronos de oro, ni los mercaderes cargados de riquezas, ni los sabios en sus torres de marfil quienes primero inclinaron el oído a la verdad. Fue el campesino que, al terminar su jornada bajo el sol inclemente, alzaba los ojos al crepúsculo y sentía en su pecho un anhelo que la tierra no podía saciar. Fue el anciano que, con las manos marcadas por los años, buscaba en el ocaso de su vida un significado que el tiempo no hubiera podido borrar. Fue el niño que, libre aún del escepticismo del mundo, escuchaba con ojos brillantes como quien reconoce una verdad olvidada.

Los Elegidos no llegaron con cofres llenos de oro ni con promesas de poder terrenal. No levantaron ejércitos ni exigieron tributos. Solo hablaron de un hogar más allá de la fugacidad de la carne, de un propósito inscrito en el alma desde antes del primer aliento, de una voz que susurraba en el silencio entre un latido y otro.

"No hemos venido a gobernar. No hemos venido a engañar. Solo a recordarles lo que ya saben, aunque lo hayan olvidado: que hay un llamado que atraviesa los siglos, que no pertenece a este mundo, pero que los nombra a cada uno."

Y, en la quietud de esas palabras, algunos corazones despertaron. No todos. No de inmediato. Pero bastó con unos pocos, con aquellos que reconocieron en el mensaje un eco de algo que siempre habían llevado dentro. Así, sin fanfarrias ni proclamas, la semilla de la eternidad comenzó a echar raíces en el suelo árido de un mundo que había olvidado su propio nombre.

Con el paso de los años, algo extraordinario comenzó a brotar en los corazones de los hombres. Aldeas enteras, una tras otra, despertaron a una nueva forma de vivir, no por imposición ni por miedo, sino por una elección consciente, hecha en la libertad más pura. Habían escuchado el llamado del Dios Absoluto y, en su libre albedrío, decidieron seguirlo.

No eran siervos ciegos sometidos a doctrinas inflexibles, ni títeres movidos por hilos divinos. Eran hombres y mujeres de carne y hueso, con dudas y sueños, que habían encontrado en las enseñanzas de los Elegidos algo más valioso que el oro: un propósito. Construyeron lugares sencillos donde reunirse, no templos ostentosos, sino espacios abiertos donde la sabiduría se compartía sin rigideces, donde el amor y la comprensión eran los únicos mandamientos.

Y algo sorprendente ocurrió. Las ciudades que abrazaron estas enseñanzas comenzaron a florecer, no porque lloviera maná del cielo o porque los ángeles labraran sus campos, sino porque la armonía entre sus habitantes se convirtió en el cimiento de su prosperidad. Los hombres dejaron de apuñalarse por un puñado de monedas o por un trozo de tierra. Las comunidades aprendieron a compartir, a cuidar del enfermo, a levantar al caído. La justicia ya no fue un privilegio de los poderosos, sino un derecho de todos. La compasión reemplazó a la codicia, y el bien común se impuso sobre el interés egoísta.

Mientras otras ciudades se desangraban en guerras sin sentido, mientras imperios se derrumbaban bajo el peso de su propia ambición, aquellos que habían elegido escuchar la voluntad del Dios Absoluto no solo sobrevivieron, sino que prosperaron. No por milagros espectaculares, sino porque habían descubierto la verdad más antigua y simple: cuando los hombres viven en armonía con lo divino, la tierra misma parece bendecir sus pasos.

Así, sin estruendos ni fanfarrias, el mundo comenzó a cambiar. No por la fuerza, sino por elección. No por mandato, sino por amor.

Pero la luz siempre encuentra resistencia en la oscuridad. Muchos cerraron sus oídos al mensaje, tachando al Dios Absoluto de fábula inventada por mentes débiles. Para ellos, la voz divina no era más que el delirio de lunáticos, un consuelo para quienes no tenían el valor de tomar lo que deseaban. Las ciudades que habían elegido el camino de la codicia miraban con desdén a aquellas que vivían en armonía, burlándose de su paz como si fuera cobardía disfrazada.

—Son pueblos blandos —decían los soberbios, —que prefieren agachar la cabeza antes que luchar por su grandeza—.




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