Matthew Fitsher observaba a través de las rejas de su celda, donde la luz del sol apenas entraba en tenues rayos que jugaban sobre el piso de concreto. Llevaba años en ese lugar, pero nunca había sentido que realmente perteneciera allí. Para él, la prisión no era un castigo, sino un desafío, una prueba que debía superar. Las paredes grises no podían contener su mente, no podían silenciar los ecos de sus pensamientos ni detener los planes que ya comenzaban a formarse desde el día en que lo sentenciaron.
En las primeras semanas, los otros presos lo habían puesto a prueba, como lo hacían con todos los recién llegados. Pero Matthew no era como los demás. Donde otros intentaban adaptarse o simplemente sobrevivir, él destacaba. Era metódico, calculador, y sabía cómo manipular a las personas incluso en un lugar tan despiadado como aquel.
—Tienes algo en los ojos, Fitsher —le había dicho un guardia una vez, mientras lo vigilaba durante el almuerzo.
—¿Ah, sí? —Matthew había respondido con una sonrisa inclinando la cabeza, como si fuera un cumplido.
—Sí. Locura.
Matthew había soltado una carcajada que resonó por todo el comedor, haciendo que varias cabezas se giraran hacia él. Sabía cómo llamar la atención cuando quería, pero también sabía cuándo pasar desapercibido. Era un maestro en leer las intenciones de los demás, en encontrar puntos débiles y usarlos a su favor.
Pasó años perfeccionando su habilidad para controlar su entorno, incluso dentro de las rejas. Se ganó la confianza de algunos, el temor de otros, y la indiferencia de aquellos que no entendían que había algo profundamente peligroso en su sonrisa. Pero nunca olvidó por qué estaba allí. Nunca olvidó a Sarah.
Las noches en la prisión eran las más difíciles. No por el frío ni por los ronquidos de su compañero de celda, sino por los recuerdos que lo atormentaban. Recordaba cada detalle del crucero: el brillo de las luces en el agua, el ruido de las conversaciones y risas, y el rostro de Sarah cuando la vio por primera vez. Había algo en ella que lo había obsesionado desde ese momento, algo que lo hacía sentir que tenía que romperla, destruir esa aparente paz que irradiaba.
"David arruinó todo", pensaba con frecuencia, apretando los dientes mientras su mente volvía a aquel pasillo en el crucero. "Pero no estará siempre allí para salvarte."
Mientras los días se convertían en años, Matthew no perdió el tiempo. Observaba, escuchaba, aprendía. Se enteró de quién podía ser sobornado, qué puertas tenían fallos en sus mecanismos y qué guardias estaban distraídos. Cada pequeña pieza de información se guardaba en su mente, formando lentamente un plan. Sabía que no se quedaría en ese lugar para siempre. Era cuestión de esperar el momento adecuado.
Un día, en una conversación casual con otro preso, Matthew escuchó algo que le hizo detenerse. Era un rumor sobre Sarah. La mencionaron de pasada, como parte de una conversación sin importancia sobre el juicio, sobre las pocas víctimas que habían hablado públicamente del desastre del crucero.
—¿Sarah? —preguntó Matthew, intentando sonar casual.
—Sí, una de las sobrevivientes. La protegió un chico llamado David, lamentablemente el chico falleció. —El preso rió, sin saber lo que sus palabras significaban para Matthew.
Aquella noche, mientras la prisión dormía, Matthew permaneció despierto en su cama, mirando el techo con una sonrisa oscura en su rostro. Su obsesión volvía a crecer, esta vez con más fuerza. Si antes había sentido que Sarah se había escapado de sus manos, ahora sabía que tendría una segunda oportunidad.
El día de la fuga no fue un accidente. Matthew había trabajado durante años para ese momento, construyendo alianzas, acumulando recursos y manipulando a quien fuera necesario. Cuando las alarmas sonaron y los guardias corrieron en todas direcciones, él ya estaba fuera, con una calma escalofriante en su expresión.
Mientras se deslizaba por las sombras fuera de los muros de la prisión, respiró profundamente por primera vez en años. Era libre. Y ahora, tenía un propósito. Sarah no tenía idea de lo que se avecinaba, pero Matthew lo sabía muy bien: esta vez, no habría nadie que interfiriera. Esta vez, no fallaría.
Matthew Fitsher se escondía en el interior de un viejo edificio abandonado. La lluvia golpeaba con fuerza el techo y el viento hacía crujir las ventanas rotas. Afuera, una tormenta eléctrica iluminaba el paisaje desolado, los relámpagos proyectando sombras fugaces en las paredes mohosas. Pero el caos del clima no lo inquietaba. No más que lo que llevaba dentro.
Había algo que lo había perseguido durante años, algo que no podía explicar ni ignorar. No era remordimiento. No era miedo. Era una voz, una presencia que lo atormentaba desde las primeras semanas en prisión.
"Nunca saldrás de aquí, Matthew," había escuchado una noche mientras intentaba dormir en su celda. La voz era masculina, baja y susurrante, pero también burlona. No era como las palabras de los guardias o los otros presos. Era algo más íntimo, algo que resonaba en su cabeza como si proviniera de dentro. "Eres un fracaso, y lo sabes."
Al principio, pensó que estaba perdiendo la cordura. Ignoró la voz, convenciéndose de que era producto del estrés y el aislamiento. Pero no desapareció. De hecho, empeoró. Siempre aparecía en los momentos más vulnerables: cuando se quedaba solo en la oscuridad de su celda, cuando recordaba el rostro de Sarah, cuando sus planes para escapar parecían inalcanzables.
Una noche, después de meses de soportar susurros que lo llenaban de ira y confusión, Matthew estalló.
—¡Cállate! —gritó, golpeando la pared de concreto con sus puños hasta que sangraron. Su compañero de celda lo miró como si estuviera loco, pero no dijo nada. Matthew respiraba con dificultad, su cuerpo temblando. Pero incluso entonces, la voz regresó.
"No puedes silenciarme, Matthew. Soy parte de ti. Y siempre lo seré."
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Editado: 11.12.2024