I. Collar
Lo sabía, si salía de ahí, todos morirían. Era tentador. La puerta estaba frente a ella y parecía burlarse de su indecisión; solo había unos pocos pasos que la separaban de la libertad.
El frío hacía que crujieran sus huesos; estaba empapada, lo que bajaba aún más la temperatura. Sus dientes castañeaban. ¿Dónde estaba? Tenía hambre, estaba cansada, asustada y, ¿sola? No, no sola; no le gustaba estar sola.
Lo que iba a hacer le aceleraba el corazón. Si sus seres queridos estaban vivos, ¿provocaría ella sus muertes? Nunca sabría si no salía de ahí. Lo único seguro es que moriría helada si se quedaba en ese lugar. Así que dejó atrás sus pensamientos y caminó con el cuerpo entumecido. Abrió la bendita puerta. Sintió un gran calor abrazador y caminó apenas por un sendero de tierra.
Llamó a una mujer de espaldas, y al girarse, se quedó asombrada: era su madre.
— ¿Má? ¿de verdad sos vos? ¿Estás bien? ¿Dónde estabas? —preguntó, pero vio a su madre negar con tristeza—. ¿No? ¿Qué pasa? —preguntó asustada por la respuesta.
Ver a su madre allí, frente a ella, desató una tormenta de emociones: alivio, pero también un miedo paralizante. ¿Acaso la perdería otra vez? ¿Estaba a punto de desaparecer como en tantas otras pesadillas?
—Nada está bien, Vera —respondió con la mirada perdida.
— ¿Pero por qué?
—Amor, ¿no ves que estoy muriendo? —dijo.
Vera la miró aterrada; luego, la mujer se desvaneció.
Sintió un grito que resonaba en sus oídos, incluso mientras abría los ojos de golpe. Su corazón latía con fuerza, atrapado aún en el eco del grito desesperado que había lanzado en su sueño. Jadeante, se llevó una mano al pecho, tratando de calmarse.
—Qué sueño más espantoso —murmuró, mientras la realidad comenzaba a imponerse sobre las sombras de su pesadilla.
Vera decidió que no le contaría a su tía; seguro que la iba a sermonear, otra vez, con que tenía que dejar de mirar películas de terror. Suspiró, tratando de quitarse el susto, pero luego una sonrisa le cruzó el rostro al recordar algo.
—Pero, otra vez soñé con mi mamá —dijo, levantándose contenta. Se dirigió rápidamente hacia su mochila, donde había guardado algo muy valioso para ella.
Mientras tanto, en la planta baja, reinaba un silencio apenas perturbado por el suave aroma a jazmín que se colaba por la ventana de la cocina, gracias al arbusto del patio y al ligero viento que soplaba desde temprano. La primavera se había apresurado en llegar a la ciudad.
En medio de esa quietud, Dana desayunaba sola, con ojeras que marcaban su lechosa piel. Peinaba su cabello castaño con la mano, manteniéndolo corto para no tener que lidiar con él todas las mañanas. Su semblante calmado y sus ojos oscuros, todavía somnolientos, dejaban ver el agotamiento de haber sido arrancada temprano de la cama por el señor del correo. Todavía no se acostumbraba a que él, o a veces su mamá, la despertaran con llamadas tempranas. A pesar de la distancia, seguía extrañando mucho a su madre, aunque la decisión de mudarse había tenido sus pros y contras.
La casa, a pesar de ser pequeña y de dos plantas, les brindaba paz y tranquilidad en Paso de los Libres, una pequeña ciudad costera que, a su manera, les ofrecía un refugio. Siempre le había gustado ese lugar y pensaba que Vera disfrutaría de vivir donde sus padres habían crecido.
Eran cerca de las nueve de la mañana cuando el silencio de la casa fue roto por la voz enérgica de Vera, que irrumpió en la tranquilidad matutina.
—¡Mamá! —gritó la niña de diez años que corría bajando las escaleras. En su piel bronceada, resaltaba el rastro de pasta dental que cubría algunas de las pequeñas pecas. Sus grandes ojos con heterocromía aún estaban hinchados y su pelo castaño, totalmente desordenado—. ¡Má! ¡Mami! —volvió a gritar y corrió hasta donde estaba su tía, a quien llamaba mamá desde que sus papás fallecieron—. ¡Mirá lo que me dieron en la escuela! —dijo la niña agitada, con un papel en la mano.
—¡Vera! ¿Cuántas veces te tengo que decir que no corras por las escaleras? —regañó Dana.
—Bueno, perdón —contestó, sonriéndole.
—¿Vos gritaste “no” hace un rato?
— Ah, sí. Pensé que había perdido esto:
La niña le dio un folleto, la entrada al circo que hace una semana se había instalado. Suplicaba por ir ese mismo día. Pero Dana no tenía los mismos planes y propuso ir otro día.
—Hace rato que me decís lo mismo, mami, porfa —pidió, haciéndole ojitos.
—No me vas a convencer haciendo eso —dijo, tapándole los ojos con la mano.
—¿Puedo ir sola? —preguntó la niña, sacando la mano de su tía.
—¡Ni loca! Sabés que no te voy a dejar ir sola —exclamó su tía ante la propuesta.
A pesar de su corta edad, Vera era una niña muy independiente e inteligente. Aunque era muy dulce, era un torbellino.
—Mis compañeros todos van a ir y ¿yo no? Dale, vamos, te prometo que no te pido nada más hasta mi cumpleaños —suplicaba con las manos juntas.
Dana se rindió; esa partida la perdería sin lugar a dudas y aceptó llevarla, lo que hizo que Vera saliera corriendo emocionada.